Cuando el médico le dijo a Silvestre que el cáncer estaba muy avanzado y su muerte era inevitable, pidió que no le comunicara esa noticia a su familia.
De regreso a casa puso sus documentos en orden y durante varios días estuvo haciendo pequeños retiros bancarios. Agendó reuniones con viejos amigos y visitó a personas con las que tenía algunos malentendidos, habló con ellos y terminaba la reunión con un apretón de manos o un abrazo.
Cuando vació su cuenta bancaria, informó a su familia que deseaba hacer un viaje. Pidió vacaciones en el trabajo y tuvo una reunión dos días antes de tomar el primero de sus vuelos hacia Alaska.
Silvestre deseaba conocer la nieve, sentir el frío congelar sus dedos. Ver de cerca a los osos y disfrutar las maravillosas auroras boreales.
No permitió que lo acompañaran a despedirse al aeropuerto. Al llegar al primero de sus destinos, mandó al grupo de su familia una fotografía que tomó con su celular desde la ventanilla del avión. En la imagen, los rayos del sol se colaban en un cielo de nubes aborregadas. Agregó un sencillo texto: “Estoy en el cielo”.
Durante varios días compartió imágenes de los lugares a los que iba llegando. Una cabaña de madera en el bosque, caudalosos ríos de agua cristalina, la imagen de la nieve eterna cubriendo el horizonte.
No escribía textos. Mandó alrededor de 60 imágenes. Logró captar las auroras boreales en video y las describió como: “Una danza de luces entre las estrellas. Algún día tienen que venir a verlas”.
Después de ese video, Silvestre no volvió a mandar imágenes ni textos. Su teléfono celular fue apagado y su familia no volvió a saber de él.
Llegó la fecha que les dijo regresaría a su hogar, pero no volvió. Pasaron los días, una semana, y la familia de Silvestre lo buscó a través de las autoridades en Alaska.
El joven desapareció y causó angustia en sus padres y hermanos, en sus sobrinos. Tuvieron que avisar en el trabajo que el joven estaba desaparecido.
Sus redes sociales quedaron intactas. Se saturó de mensajes su buzón, pero él no respondió a ninguno. Su familia y amigos seguían viendo sus fotografías y el video de la aurora boreal buscando una pista que los llevara hacia él.
Su padre y su hermano estaban a punto de comprar los vuelos para viajar a Alaska y buscarlo, cuando recibieron un paquete de parte de Silvestre.
Una pequeña caja de cartón que contenía varias cartas en sobres cerrados y destinados a papá y mamá, así como a sus hermanos, y un escrito que era para toda la familia.
Ese paquete lo dejó antes de viajar y ordenó que fuera entregado en fecha posterior. En la misiva familiar les reveló que tenía cáncer, su muerte estaba cercana y deseaba dormir cobijado por la danza de las luces en el cielo estrellado.
Pidió que no lo buscaran. Que lo recordaran sano, no estaba dispuesto a aceptar el último ataque del cáncer. No quería dejar en el recuerdo de la familia el de un hombre moribundo padeciendo una agonía en la cama de un hospital.
Después que el médico le informó la cantidad de días que le restaban de vida, tomó la decisión de no mortificar a su familia, fue por eso que viajó lejos de ellos, y allá, en medio de la nieve, morir abrazado por el frío.
“Cuando estén leyendo esta carta, ya estaré descansando. Evité que sufriéramos juntos la tortura del cáncer. Mi plan es recostarme en el bosque y dormirme bajo las auroras boreales. Un coctel de pastillas me llevará al sueño del que no despertaré. No se preocupen por mi cuerpo, recuerden que soy Silvestre”.