Así como en mi cabeza se cumple la profecía (¿es una profecía?), de que los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos; una pregunta crujiente: ¿y los del medio?… En fin, el asunto es que también en mí se cumple la estadística: el consumo de alcohol se ha disparado no sé cuánto por ciento por culpa de todo esto que nos está pasando y que, a fuer de tantos ires y venires, yo ya no sé bien de qué trata: una demolición: una hecatombe (lo que necesariamente requiere del concurso de bueyes: al griego me atengo): una disolución en alcohol.
A veces me pega la resaca moral, pero enciendo la televisión, veo las redes, leo los diarios y me justifico. Y me arrempujo otro mezcal. Y es que tanta filantropía combinada con el país de las maravillas que nos pinta yasabenquién, ya no sé si darme a la molicie o reformarme de lo agradecido que, creo, debo estar: tal vez un síntoma del bien estar del alma, un ente cuya existencia no está contenida en ninguna parte; seguramente un error de traducción de una metáfora griega: ‘los ojos son el espejo del alma’.
Total que los hay que ven en el porvenir la ruina de la civilización, que ya molestan; aunque lo hacen más los bembos que ven un mañana luminoso y, pero que ellos, los filántropos de los bancos, las embotelladoras, las aseguradoras, los teóricos del optimismo (¿pesimismo mal informado?) y los que quieren que venga una nueva era de prosperidad, con todo y baby boomers, un nuevo despertar…
Yo me escondo como los avestruces con la cabeza en los libros y aquello al aire: qué le vamos a hacer: bailar al son que nos toquen, aunque sea el de la Negra y entretener el ánimo (que es más un estado mental, Rorty dixit), que no el ánima (que, insisto, pertenece al mundo de donde vienen Don Gato, Superman, Sorel y Sherlock Holmes, et alii).
Para entretenerme releo a Updike, sobre todo lo que escribió del buen fumador y mejor trásfuga Harry “Conejo” Angstrom y también los libros de la serie de su alter ego, Henry Bech, aunque tanta exaltación y tanto gozo me parece inapropiado para estos tiempos distópicos que vivimos, de tal manera que busco y rebusco en mi biblioteca e, irremediablemente: un golpe de destino: ahí está mirándome como morena en su cueva (morena, el pez dientón, no el partido de la restauración), Gombrowicz.
Yo le he leído poco y le he entendido menos. No pude con Cosmos y me divertí mucho con Trans-Atlántico, aunque siempre desde la falta de comprensión; su Diario, que me regaló hace un tiempo mi querido Eudoro Fonseca, estaba allí, esperando a que el mundo comenzara a venirse abajo para que yo me atreviera con él de nuevo.
Vaya que lo intenté: un separador de libros da la constancia de que no llegué sino hasta la página 164; estaba yo escribiendo un relato largo… muy largo, y averiguando de dónde le viene la fascinación a Vila-Matas por ese extraño polaco, que por alguna causa cayó en la Argentina y se quedó allí, viviendo en la miseria durante veintitantos años, cuando reconocí una de esas voces poderosas que son como una luz, como un sol, a los que no se les puede mirar por largo tiempo.
Pero, vicisitudes y multipolaridad: un desajuste ¿del alma?: un dilema asaz peliagudo: la condición de desalmado… el caso es que es tal el fastidio de tanto bienaventurado y tal el agobio y la resaca pertinaz, ya estoy de nuevo con este gran escéptico, un Titán (¿de frambuesa? ¿De hiel?), de esos que agarran la espada y pretenden no dejar títere con cabeza; un Quijote lúcido que pleitea contra todo y a los hombres los convierte en molinos y a los ejércitos enemigos en rebaños.
Pero mire usted –mira tú-, por dónde, que hace un par de noches se presentó una ocasión festiva, una celebración para el Zarévich, al que decidí agasajar con alguna comida que no saliera de mis manos infernales: algo comestible, digamos; de tal manera que llamé a un restaurante de medio pelo, pedimos un par de trozos de filete y alguna cosa más y quedamos de recogerlo a las puertas, a la hora que nos marcaron.
La ciudad era una ciudad después de la bomba atómica. Las pálidas luces de las farolas alumbrando a nadie; en una esquina, en una de esas tiendas que hay cada esquina, una pequeña tropa de jóvenes repartidores, junto a sus motocicletas, reponían fuerzas y simulaban, en su juventud y en su valentía, un pelotón de reclutas recién salidos de las trincheras; y en la esquina próxima, un jovencito, uno de no más de 15 años, vendiendo tulipanes.
Me acordé de ese cuento de Böll de aquel Tío Fred, aquel que llegó del frente, derrotado, y se acostó en aquel sillón que le quedaba chico, de tan largo que era; allí permaneció mientras recuperó las fuerzas y al cabo de unos días, en la Colonia devastada por la aviación aliada, salió al campo con unas monedas en el bolsillo a comprar flores para vender en las esquinas.
Era una idea descabellada: ¿quién necesitaba flores en la Alemania de la posguerra, donde faltaban el pan, las patatas y todo lo demás? Sin embargo, la gente sí que necesitaba flores, flores para adornar esas mesas donde no había sino gachas de avena, nanas de cebolla, patatas resecas y nada más.
A mí no me gustan las flores, no especialmente y no disfruto ni de los campos de girasoles, ni de los prados de lilas; nada me sería más repudiable que alguien se atreviera a mandarlas en mis funerales… Sin embargo me detuve. El joven aquel, grave como un ave nocturna, me dijo que no había vendido ningún ramo y yo llevé uno; yo también hace mucho que no le pego un palo al agua.
Aquella noche, y por única ocasión, puse flores en la mesa.