Así comenzaba todo:
“La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo…”
¿Qué es esto? La voz de Karl Ove, que bien podría ser un amigo imaginario, pero que es sólo un conocido lejano, aunque, ahora reparo: nadie en el mundo me ha dicho tantas palabras; un cálculo burdo: 500 palabras por folio A4, multiplicadas por seis mil, son tres millones de palabras, son más de las que nadie dijo nunca a mis oídos, más que las que nadie ha puesto ante mis ojos; ni Borges que me he leído de pe a pa.
La Biblia, de la que soy asiduo, tiene 70 libros, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento y tiene, en el Reina Valera, 773 mil palabras, y yo no lo he leído todo, pues me he saltado parte del Libro de los Reyes, a casi todos los profetas menores, el Eclesiástico (no confundir con el Eclesiastés) y el Apocalipsis, que me resulta chocante.
El asunto es que terminé, por fin, con ‘Min Kamp’, ‘Mi Lucha’, del escritor noruego del que tanto he hablado, y que me regaló una aventura que comencé, quizás, a mediados del 2016, cuando conseguí el tomo cuarto, ‘Bailando en la oscuridad’, lo que me da casi cuatro años justos desde que me adentré en esa obra descomunal y hasta la noche del domingo, en que terminé ‘Fin’, el sexto libro de una novela que, como es natural, son muchas novelas.
De largo he escrito sobre lo que contiene, lo que está ausente, del trayecto que va desde la muerte del padre y hasta que un Karl Ove, casado, con tres hijos pequeños, da por terminado lo que para él fue una obra de tres años y a la vez de toda una vida.
Veo que lo que él escribió en tres años y medio, me llevó a mi cuatro años leerlo, lo que tal vez quiere decir que fui más cuidadoso en el acto de la lectura que él en el de la creación, lo que de cualquier manera es falso y pretencioso, por más que yo me jacte de ser mejor lector que escritor: una certeza: yo leo mucho, mal pero mucho, y soy un escritor que (casi) no escribe.
No abundaré en lo ya escrito: cómo le conocí en suplementos de libros, cómo me agencié desde el primero hasta el sexto de los libros, una anécdota fútil, la monserga de mil páginas donde teoriza y deja de narrar en este sexto libro, las demandas de su familia y etcétera; me limitaré a decir que fue una de esas obras que para muchos efectos –y luego para ninguno, dados los resultados- marcó, no mi vida que ya está marcada por otras cicatrices, pero sí mi manera de entender la literatura, ergo el arte, ergo la vida.
Sólo dos cosas me quedan por consignar: su absoluta ausencia de humor, que hace de su lectura un ejercicio difícil y en momentos doloroso; su falta de pudor, que no sé si necesariamente significa sinceridad; la ausencia de cualquier afán aristocrático, signifique eso lo que ustedes quieran que signifique.
Acaba así, lo que es un ejercicio supremo del libro que se va escribiendo a sí mismo: “Son las 07.07 y la novela está por fin terminada. Dentro de dos horas entrará Linda, la abrazaré y le diré que he terminado y que nunca volveré a hacer nada parecido contra ella ni contra nuestros hijos. (…) Luego cogeremos el tren hasta Malmö, nos meteremos en el coche e iremos a casa, a nuestra casa, y durante todo el trayecto disfrutaré, realmente disfrutaré pensando que ya no soy escritor”.
Yo, que hace tres años no escribo nada que pretenda tener largo aliento, me había prometido que al terminar el sexto libro, que conseguí hace cosa de un año, luego de una espera de meses por la edición en castellano, me sentaría a escribir esa novela que tanto me he contado a mí mismo.
Pero pasaron cosas en ese año; la aventura que comenzó en 2016 ya no era la misma; yo no soy el mismo; el mundo ya no es el mismo; algo de mí se apagó, para siempre, lo sé, en este último año… Pero, otro reparo, eso no impide que me ponga a escribir: a veces es mejor material lo que no fue, que lo que ha sido.
Como sea, apuré las últimas treinta o cuarenta páginas, como el borracho que apura, con desesperación y avidez, las últimas gotas que quedan en la botella… Y llegué al final y releí la última página dos, tres, cuatro veces. Y allí, mientras avanzaba la madrugada del lunes, me quedé sentado con el libro en las manos, pasmado, sin poder retener un pensamiento, sin siquiera fumar, hasta que comenzó a clarear un nuevo día.