No sé cuándo abran las librerías, supongo que ahora que se decidió que esto de la pandemia es una alucinación colectiva será pronto; yo estoy listo con una lista y seguro de que mientras la gente espera con ansias que abran las tiendas departamentales: una necesidad perentoria: la necesidad de seguir comprando cosas que nadie necesita: la urgencia de endeudarse… Perder el hilo: el asunto es que supongo que iré a la librería sin tener que arriesgarme a una multitud.
Mientras tanto, sigo escarbando en mi biblioteca y, vaya gusto que tengo, hay allí bastante tela de donde cortar; sigo con el diario de Gombrowicz, descanso de esa poderosa voz leyendo trozos del libro de Golding sobre el camino a la abstracción (en la pintura, no de la abstracción protomental del señor que dicen que es nuestro presidente); por la noche, para dormir: Suetonio.
El libro de Golding es una joya, de esas que en su día editaron, en la preciosa colección Noema, los señores del FCE –antes de Taibó, of course- y la Fundación Turner; los conseguía en la librería del Fondo en León, a donde solía ir un poco achispado; los tenían siempre en rebaja, incluso esa joya sobre Picasso que escribió Brassai y que yo conseguí hace años aquí en una Feria del Libro: ese libro era para regalar. En fin.
Suetonio es una buena adormidera: esa abundancia de datos, de chismes, de nombres de los que no sé apenas nada; habrá que seguir con Tácito, so riesgo de más noches de insomnio.
Pero la estrella del momento, y no, no es el doctor ese que miente lo mismo que respira, es Witold Gombrowicz; aún no entiendo por qué abandoné antes la lectura de su Diario, aunque tengo mis suposiciones: un deslumbramiento: una voz solar que impide verlo sin gafas de soldador; quizás, y esto puede ser el meollo del meollo: una voz poderosa: una voz imperativa que no debe ser leída cuando uno está escribiendo. De hecho, cuando uno está escribiendo no debería leer nada, sabiendo que (casi) todo lo que está en la biblioteca es un modelo de imitación; menos Papini, claro.
Por eso leo dos o tres fragmentos y me voy a entretener con Malevich, con Mondrian, con Clifford Still, para volver a ese gran diario de ese polaco que fue un gran odiador, un polemista, un bufón de lo más serio, y un verdadero aristócrata en la miseria… ¿Sabían cómo Mondrian fue quien descubrió a Jackson Pollock? Bueno, eso no importa, como tampoco importa que el otro día, tonto de mí, confundiera a Delaunay con Ives Tanguy; luego por qué no distingue uno un Braqué de un Gris.
Con su asegunes, Gombrowicz recuerda a aquel personaje de Carpentier, del ‘Siglo de las luces’, que se definía a sí mismo como un ‘discutidor’, que cuando hablaba con un clerical era jacobino y cuando con un jacobino era clerical; como el ibérico del chiste; pero estaríamos ante un polemista, lo que el iracundo Witold no es, sino más bien un odiador , uno muy grave, a lo Canetti, a lo Bloy, aquel que dijo: ¡Ah jijo!; no, lo que dijo de verdad: ‘mi ira es la efervescencia de la piedad’.
Fue este polaco, a propósito de tirrias, quien dio aquella recomendación, a los escritores argentinos, de ‘matar a Borges’: una metáfora, claro; una metáfora no sé qué tan cumplida, pues yo no veo al asesino de Borges entre los Aira, los Piglia; esa frase siempre me dio qué pensar: ¿Y aquí, matar a quién? Paz reposa ya en el panteón de los olvidados: siempre citado y cada vez menos leído, desafortunadamente; ¿A Pacheco? Uno no mata a un poeta tan querido y que murió siendo todavía un niño; tal vez a Del Paso, aunque su celebridad nunca fue mucha; de Fuentes, ni hablar: él murió cuando murió su mejor y único propagandista: él mismo.
Claro que no voy a hablar del contenido del Diario, sino que desafortunadamente pienso que lo tendré que dejar para luego; una verdadera pena, pues lo estoy disfrutando: en él hasta toda su amargura se vuelve gozo y deja esa dulce sensación de esas experiencias que nos atraen, sin que podamos decir con certeza qué es lo que estamos viviendo.
Y es que: si te dicen que caí ahí déjame, que a lo mejor estoy descansando: he vuelto a escribir: un poema de la verdad que es como un chocolatín en el bolsillo y lo que parece que me entretendrá las largas noches por largo tiempo.
Trasladé de nuevo el ordenador a la gran mesa que tengo en lo que es, o no sé qué es: ¿estudio? En fin que esa mesa la compré para escribir y no de casa de mi Gallo de Coronel; cargué el ordenador, decía: me serví un mezcal, encendí un cigarrillo y mis dedos comenzaron a moverse, bajo el dictado de una imagen.
“A pesar de que Moshe Leher, el presunto escritor, pasada la edad mediana se resistía a escribir, las historias que urdía su mente, un sarcasmo (¿autoinfligido?: esto no lo escribí), pervivían y proyectaban largas sombras hacia un lugar de su imagen (y no, una imagen no es la palabra afortunada; habré de buscar otra), justo allí donde sus sueños ha tiempo habían comenzado el irreparable proceso de marchitarse”.
Y eso, que no es mucho y seguramente no es bueno, es de cualquier manera un comienzo.
Shalom.