Olgulului (Kenia), 1 jun (EFE).- Los buitres no mienten y ellas, que se han criado en tierra masái, lo saben bien: indican un animal muerto. Su misión es llegar antes que los traficantes. Ahora que los parques nacionales de Kenia no tienen turistas, ellas trabajan para que cuando el coronavirus pase, los elefantes todavía estén allí.
Las dos Eunice, Sharon, Loise y Anastasia avanzan hacia donde sobrevuelan los buitres. Una mujer anciana masái que va a buscar leña les avisa de que es un ñu cazado por un león, y cuando llegan al lugar ellas mismas lo confirman.
Del ñu apenas queda la cabeza y los huesos roídos de las costillas, pero en el matorral más próximo ven unas huellas.
«Fueron tres leones», dice una de ellas. «¿Cómo lo sabes?», se le pregunta. «Porque son dos hembras y un macho que llevan tiempo en esta zona».
LAS «LEONAS» DE AMBOSELI
Las cinco jóvenes integran una de las pocas brigadas de mujeres guardabosques que hay en Kenia, llamadas «Las leonas», y patrullan parte de los 607 kilómetros cuadrados de tierras comunales que existen en torno al parque nacional de Amboseli y que lo separan del Kilimanjaro, el monte más alto de África, en Tanzania, un corredor de paso para miles de elefantes en territorio masái.
«En nuestras comunidades masáis, los hombres nos ven (a las mujeres) como si no supiéramos nada», comenta a Efe Eunice Peneti, de 28 años y la mayor del grupo. Cuando vuelve a casa, cuenta que la miran asombrada: «Ojo con esta chica porque si llega un cazador furtivo, puede alcanzarle», dicen de ella en una sociedad tan patriarcal como la de este famoso grupo étnico de Kenia.
Eunice tiene ventaja, casi se convirtió en atleta profesional, pero una lesión el año pasado le recondujo a perseguir su sueño inicial de cuidar animales. «Incluso si viene un búfalo, nosotras podemos echar a correr y dejar a los hombres atrás», bromea.
Como el resto de sus compañeros, un total de 76 guardas forestales comunales financiados por el Fondo Internacional para el Bienestar Animal (IFAW, en inglés), cada día caminan con sus uniformes caquis, botas de caña y mascarillas de colores, al menos 20 kilómetros en busca de actividades ilegales o animales heridos en la comunidad de Olgululuy.
Cuando se encuentran un animal muerto, apuntan las coordenadas y lo documentan en su informe diario, que sirve para hacer mediciones anuales de fauna salvaje. A diferencia de los guardas del Servicio Keniano de Fauna Salvaje (KWS, en inglés), no van armadas, por lo que trabajan coordinadas con ellos por si surge cualquier problema.
Si se topan con un león, han de avisar a las comunidades cercanas para que los masáis no vayan a esa zona y pongan en peligro a su ganado. El conflicto entre leones y pastores masáis ha sido históricamente una de las principales amenazas para estos depredadores. Antes del trabajo de mediación y concienciación de estas «rangers», se perdían en esta área unos 32 leones al año. Ahora apenas desaparecen tres o cuatro.
La tradición dictaba que, si un depredador mata a una vaca -y podían matar a mil cabezas de ganado-, los masáis debían buscarlo y matarlo. Si era una manada de hienas, capaces de aniquilar rebaños en un ataque, las envenenaban y arrasaban también con otros carroñeros, como los buitres. Ahora, mediante diálogo y soluciones alternativas, eso ha cambiado.
LA AMENAZA DEL CORONAVIRUS
En temporada de lluvias, como la actual, el 80 % de los animales están fuera del parque de Amboseli, que es un embudo natural de agua, y al que solo acuden cuando no la encuentran fuera. Eso provoca que los elefantes asuelen pastos y arremetan también contra personas. En los dos últimos meses, cinco personas han muerto.
Los ojos de los guardas del KWS suelen estar puestos en el parque, que visitan decenas de miles de turistas al año, por eso la vigilancia fuera del parque resulta vital.
Sin embargo, los caminos polvorientos de Amboseli están ahora desiertos. No hay señales de los todoterrenos o minivanes cargados de turistas, que gritan de emoción cuando se cruzan con un leopardo. No hay nadie para maravillarse al ver a una familia de más de treinta elefantes que corren, uno detrás de otro, como asustados por una amenaza invisible.
En la puerta de Iremito, un guarda se sorprende al ver entrar el coche en el que viajamos. Bromea con que somos los visitantes del mes. En abril -afirma- solo entraron cinco personas. El cierre de fronteras y la amenaza del coronavirus, que ha causado, hasta ahora, más de seis millones casos y 372.000 muertes en el mundo, ha vaciado los parques kenianos, principal atractivo turístico del país.
Los ingresos por turismo, que en 2019 fueron de casi 1.400 millones de euros, para este año se prevé que caigan el 95 %, según el Gobierno, y más de 100.000 kenianos que trabajan en restaurantes, hoteles, «lodges» y agencias de viaje se quedarán sin empleo.
Las comunidades masáis dependen en gran medida del turismo, ya sea por un trabajo formal, por vender pequeñas joyas a turistas o por las visitas que éstos hacen a su «boma», las aldeas de casas de barro circulares donde vive esta etnia tradicionalmente nómada. También la educación de sus hijos pende del hilo del turismo.
Y el 90 % ha perdido su empleo, como asegura Patrick Sayalel, subdirector de los guardabosques comunitarios y gerente de la reserva comunal de Kitiro. «La gente puede que quiera hacer algo para apoyar a sus familias, quizás ilegal, y especialmente en las áreas colindantes de los núcleos urbanos donde hay mucho comercio de carne de caza», explica a Efe.
«Matan algunos animales y llevan la carne para venderla y conseguir algo de dinero porque no tienen comida, no tienen trabajo y eso es una de las principales causas de la caza ilegal», lamenta otra de las «rangers», Anastasia Sein, que, embarazada de siete meses, sigue patrullando para defender a los animales.
Los masáis no comen carne de animales salvajes, advierte Sayalel, pero puede haber «oportunistas» que, por desesperación o porque hay menos ojos acechantes, entren al juego.
En Namelok, pueblo próximo a la zona que vigilan «Las Leonas», ya hay reportes de caza de animales como pequeños antílopes para subsistencia, y en otro pueblo fronterizo con Tanzania, Namanga, circulan rumores sobre caza mayor de jirafas.
«Si la pandemia de la COVID-19 se extiende en el tiempo, la gente puede que quiera ir a por objetivos mayores y eso incluye cazar elefantes para el marfil», teme Sayalel.
En los últimos años en Kenia la caza de elefantes ha caído abruptamente, al pasar de 384 en 2012 a 38 en 2019 y reducirse a 5 hasta este abril. Sin embargo, estos paquidermos africanos siguen muriendo más a manos de cazadores furtivos que por causas naturales.
LOS MASÁIS, EN LA CUERDA FLOJA
Moses Pasitau se ganaba la vida en la costa, donde abundan los masáis que venden joyas a los turistas que toman el sol abrasador o trabajan como guardias de seguridad en hoteles. Pero sin turistas, ha regresado a la «boma» que lleva su apellido y el de su padre, el anciano y líder de esta aldea donde habitan unas 50 personas.
Ahora dependen del ganado, pero ni siquiera los mercados están abiertos para su venta, así que tienen que volver a «los métodos de supervivencia». Cuenta que antes del turismo solían ordeñar a las vacas y tomaban su leche con algo de sangre, pero que, con los ingresos extra del turismo, se han olvidado de cómo se hacía.
«El coronavirus es algo temporal, acabará yéndose», vaticina confiado este imponente masái de dos metros de altura.
«Yo en quince años no había visto hambre», relata José Serrano, dueño del campamento Enkewa en el Masái Mara, la gran reserva natural turística del suroeste de Kenia, también tierra masái, que en temporada alta llega a recibir 2.700 visitantes diarios. «Pero como los mercados están cerrados -continúa- no tienen la posibilidad de vender su vaca para conseguir dinero».
«La comunidad masái siempre vive en condiciones difíciles porque no tienen buena sanidad y educación, pero no pasa hambre», lamenta este español, que ha pasado de tener «dos cancelaciones con devolución de dinero en quince años a cuarenta en tres semanas».
A pesar de todo, asegura, su personal masái prefiere asumir un golpe económico y que se reactive todo cuando sea seguro, a que se infecten sus respetados mayores.
SIN OJOS EXTRA
La zona donde se encuentra su reserva, una de las más remotas en la frontera con Tanzania y rica en rinocerontes, cuenta ahora con vigilancia extra y 300 «rangers» pagados por el condado, que han dejado de tener vacaciones para trabajar a tiempo completo.
«De momento, en Masái Mara está controlado, pero resulta que si se mueren de hambre y tienen la posibilidad de matar a algún animal para comer o de matar a algún elefante para tener un ingreso paralelo, sobre todo porque hay muchos menos ojos…», comenta Serrano sin terminar la frase.
El «Equipo de Las Leonas» también tiene más trabajo. Desde principios de marzo no pueden volver a sus casas, están en aislamiento; en vez de ocho guardabosques, son solo cinco, y Anastasia ya no puede salir a patrullar por su avanzado embarazo.
Sus puestos están garantizados, de momento, pero al otro lado de la frontera, en Tanzania, donde había 33 guardabosques para patrullar una superficie más extensa que la keniana, solo quedan 13.
«Los animales no saben de fronteras. Podemos protegerles aquí y luego van a Tanzania y desaparecen», apunta Sayalel, que lleva toda la vida dedicado a la conservación del medioambiente.
«En ausencia de guardabosques que patrullen, estamos exponiendo a los animales a la inseguridad y la caza furtiva», advierte el director regional de IFAW, James Isiche, al expresar una preocupación que comparte el KWS, dependiente casi por completo de los ingresos del turismo.
Estas organizaciones esperan que las restricciones de movimiento también se apliquen a los cazadores furtivos, pero son realistas: «la Policía no puede estar en todos lados», asevera Isiche, y esos delincuentes buscan rutas alternativas para su contrabando.
Aunque Moses y muchos otros masáis no pierden la esperanza, es poco probable que el turismo se reponga pronto de esta estocada. «El mercado internacional tardará en recuperarse y tenemos, por tanto, que apoyarnos en viajeros nacionales y regionales», admitía en un webinario reciente el ministro de Turismo keniano, Najib Balala.
Irene Escudero