México, 28 may (EFE).- Manuel estaba en su celda cuando lo llamaron sin saber de qué se trataba. Poco después, se encontraba en la calle gracias a un plan para descongestionar las cárceles mexicanas ante el COVID-19. El México de la pandemia que se encontró poco tiene que ver con el país que dejó atrás hace seis años.
«Imagínate que sales con la esperanza de que vas a trabajar, vas a seguir produciendo como antes y te encuentras que todo está cerrado y no puedes hacer nada. Es como si entraras de nuevo a la cárcel», cuenta este jueves a Efe tras un mes de libertad condicional.
Después de seis años en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México y a falta de un año por cumplir su condena por robo reincidente, Manuel fue uno de los al menos 80 reos preliberados por la pandemia en la capital mexicana el pasado abril.
Las autoridades admitieron que el hacinamiento persistente desde hace décadas en las cárceles es un caldo de cultivo para el coronavirus, como bien sabe Manuel.
«Allá dentro» – como se refiere a la cárcel – le tocó compartir una celda prevista para ocho personas con casi 30 y pasó años durmiendo en el suelo. Así lo dicta una norma no escrita: «Al llegar, todos tenemos que pasar por el piso (suelo)», recuerda.
EL DÍA QUE CAMBIÓ SU VIDA
A sus 43 años, aprendió a «sobrevivir en un entorno hostil». Lo primero que hay que hacer – relata como un manual de cárceles para principiantes – es saber identificar las intenciones que tienen los otros reos. «Te vuelves todo un psicólogo».
Cuando ya te has rodeado de los tuyos, construyes una vida. Por las mañanas, Manuel, hoy de 49 años, daba clases a otros presos sobre instalaciones eléctricas y por las tardes estudiaba Derecho.
Impartiendo clases, ganaba unos 25 pesos (1,1 dólares) al día. Es poco para los gastos que hay que hacer allá adentro.
Por ejemplo, comprar el uniforme beige -de uso obligatorio pero que nadie te regala-, o pagar las cuantiosas «mordidas» que exigen algunos custodios.
La alternativa a ese pobre sueldo era entrar en las redes de los grupos mafiosos, algo que Manuel no quería.
Todo cambió el 15 de abril. «Fue una noticia totalmente sorprendente. Se anunció por televisión que iba a haber personas que saldrían por lo de la pandemia, pero no nos dijeron nada», recuerda.
Ese día lo llevaron al juzgado con una veintena de reos. A las 22 horas supo que recibiría el beneficio penitenciario por buena conducta. Todavía no lo había asimilado cuando a las tres de la madrugada ya tenía los pies en la calle.
«Es como sacarte la lotería. Es superagradable saber que ya te vas, sobre todo abrazar a la familia es lo más importante», cuenta Manuel, quien llegó a las seis de la mañana a su casa en las afueras de la capital.
Jamás olvidará ese choque de emociones. La alegría, tristeza y emoción al ser recibido por su esposa, su madre y sus hijos.
Por fin se cerraba un ciclo de sufrimiento para todos ellos. «La cárcel también la viven las personas que están cerca de nosotros», sostiene.
Y por fin volvería a probar ese delicioso guiso que prepara su mujer y que tanto había extrañado.
EL MUNDO DE AFUERA NO ERA EL QUE ESPERABA
El choque con la realidad llegó al salir el sol. El recuerdo que tenía de las calles de su barrio llenas de bullicio fue barrido por la cuarentena contra un virus que ya se ha llevado 8.600 vidas, superando el pronóstico de las autoridades.
«Cuando empiezas a recorrer de nuevo las calles da tristeza. Donde tenía que haber gente no hay nadie, donde había niños jugando, no están, donde podías comer no puedes… (La pandemia) es otra cárcel donde todo se te impide», asegura.
Manuel salió de prisión sin trabajo y sin dinero. Con «una mano delante y otra detrás», describe gráficamente.
Ahora no le queda otra que dedicarse a la venta ambulante de pan con mermelada, como muchos hacen en los pasillos de esa prisión que durante tanto tiempo quiso abandonar.
Pero detrás de su cubrebocas se vislumbra esperanza.
Está convencido de que tarde o temprano acabará su carrera de Derecho y quiere combatir la «ignorancia» que, dice, lleva a muchos a caer en la delincuencia y por ende en prisión.
«Mucha gente en la cárcel no sabe leer ni escribir. Es sorprendente pero existen. Hay mucha gente indígena que no sabe ni por qué está en la cárcel», relata.
Y aunque Manuel aprendió «por las malas» a no delinquir, duda de que la cárcel sea un buen sistema de rehabilitación, dado que para muchos se convierte en una escuela del crimen.
NO SE OLVIDA DE LOS QUE DEJÓ ATRÁS
Allá adentro, se despojó de adicciones y prejuicios y supo valorar a las personas sin importar los delitos que cometieron.
Por eso, quisiera ayudar a aquellos compañeros que pudieron haber salido ese 15 de abril pero que por algún azar que Manuel desconoce no corrieron la misma suerte.
Al otro lado del vejo celular de Manuel – el mismo que tenía hace seis años – contesta su amigo El Tío, quien a sus más de 60 primaveras sigue en el penal a pesar de formar parte de un grupo vulnerable ante la pandemia.
Cuenta que en esa cárcel «hay unas cuántas personas infectadas» aisladas y «dos o tres muertos» por COVID-19. A pesar de eso y de que les repartieron cubrebocas, siguen sin «sana distancia» con hasta 13 presos por celda.
«Nadie va al servicio médico, aquí nos curamos solos por el temor de que nos aíslen», comenta estoico.
Según datos oficiales, las cárceles mexicanas acumulan 177 enfermos y 37 muertos por COVID-19, aunque organizaciones de la sociedad civil creen que la cifra es mucho mayor.
Para acelerar las excarcelaciones de personas vulnerables que cometieron delitos leves, el Senado aprobó en abril una ley de amnistía, pero todavía no se ha puesto en marcha.
«Si hubo manera de poder sacar a 80 personas, o las que hayan sido, debe haber la manera de poder sacar a otras personas más vulnerables. Allá adentro hay personas de la tercera edad», reivindica al final de la entrevista a la que acudió vestido de escrupuloso color azul.
Manuel no quiere que ni él, ni El Tío ni tantos otros vuelvan a vestir de beige.