Matamoros/Brownsville, 11 may (EFE).- Tan solo 69 metros. Esa es la distancia del puente que une la ciudad mexicana de Matamoros con la estadounidense de Brownsville, el último tramo de un largo camino para miles de inmigrantes latinoamericanos que persiguen el sueño de un nuevo comienzo.
Construído sobre el río Bravo, el puente dibuja el límite geográfico entre los dos países. Es un paso estrecho flanqueado por mallas y un techo metálico con una pequeña placa que señala dónde comienza uno y acaba el otro.
A un lado, la segunda ciudad más poblada del estado mexicano de Tamaulipas, muy concurrida. Al otro, una localidad de calles amplias y construcciones que replican la dimensión de su estado, Texas, el segundo más grande en Estados Unidos.
De Brownsville a Matamoros, todo es fácil. Se recorre en pocos minutos sin la sensación de ser vigilado. En sentido inverso las cosas cambian: un guardia abre o cierra la puerta tras revisar papeles y documentación. La entrada a EE.UU. queda en el limbo de la burocracia a expensas de que se cumpla el proceso migratorio.
Desde hace meses, ese puente es el preludio de la odisea que viven miles de solicitantes de asilo, quienes se han topado con la decisión del Gobierno de Donald Trump de devolverlos a México mientras se estudia su caso. Un proceso que está lejos de ser de un día para otro.
DEL MIEDO A LA RESIGNACIÓN
Es temprano y columnas de humo de improvisadas cocinas de leña se levantan en un campamento en Matamoros. Carmen Amaya prepara frijoles para ella, sus cuatro hijos y su esposo, Pablo de Jesús Chávez. Todos llegaron desde El Salvador.
Están repartidos en tres de las centenares de carpas que han poblado una porción de la ribera mexicana del río Bravo, desde donde se observan dos tiendas enormes en el lado estadounidense, relucientes bajo el sol, donde funcionan las cortes de Brownsville que llevan los casos de afectados por el programa Protocolos de Protección a Migrantes (MPP) o «Permanezca en México».
Bajo esa política, instaurada por la Administración de Trump a principios de 2019, decenas de miles de personas, la mayoría centroamericanas, que han llegado a la frontera de EE.UU. pidiendo asilo han sido devueltas a México, a la espera de que su resuelvan sus causas en tribunales migratorios estadounidenses.
Si pudiera, Carmen simplemente caminaría al otro lado, pero la frontera y el MPP, que la obliga a aguardar en México la respuesta a su petición de refugio, le hacen ver EE.UU. tan lejos como cuando salió de El Salvador.
«Aquí estamos al aire libre, estamos a la intemperie. Acá se aguanta lluvia, aire, los vientos ¿Verdad? El frío, las bajas temperaturas. Acá en lo único que nos protegemos es en estas carpas, pero igual no es el 100 % y los niños pasan enfermos bien seguido», relata esta mujer de 32 años que se instaló con su familia en este lugar el pasado diciembre.
Su situación la expusieron el pasado 20 de febrero al juez estadounidense que los recibió en su primera audiencia para asilo en Brownsville; su próxima oportunidad será el 3 de junio.
El motivo de su demanda de refugio quedó atrás, en su país. Los seis miembros de la familia de Carmen salieron de Ilopango, una «zona roja» en El Salvador, por la falta de recursos y por «esas personas», dice, en alusión a una pandilla que pretendía que su hija mayor, de tan solo trece años, fuese la novia de uno de sus integrantes.
La alerta de que algo no iba bien con su hija la recibió en el colegio, donde a Carmen le advirtieron de que la niña había bajado el rendimiento académico, hasta que la menor, finalmente, admitió que estaba siendo acosada.
Tras un largo periplo hasta México, su marido y sus dos hijas -la menor, de 4 años- intentaron cruzar a EE.UU. en avanzadilla sobre el resto de la familia, pero terminaron en una «hielera», como se conocen, por sus bajas temperaturas, los centros de detención de inmigrantes.
Mientras, Carmen se quedó en México con sus otros pequeños, y allí pasan ahora sus días los seis después de que su esposo y sus dos hijas fueran devueltos a territorio mexicano.
Los niños han sido quizás los más golpeados por la espera: las dos chicas enfermaron durante la detención y su hermano, de 6 años, se fracturó un brazo mientras jugaba en el campamento en Matamoros. Pero pese a todo el dolor y la incertidumbre, Carmen no se arrepiente: regresar no es una opción.
LA DESTRUCCIÓN DEL SISTEMA DE ASILO
En el lado estadounidense del puente, la abogada Jodi Goodwin también lidia con las restricciones al asilo impuestas por la Casa Blanca, que la han enfrentado a algo que nunca había visto en sus 25 años de carrera.
Bajo el MPP, se han instaurado tribunales migratorios para atender solicitudes de asilo en las localidades texanas de Brownsville y Laredo, así como en San Diego (California) y El Paso (Texas), aunque en estas dos poblaciones las cortes se ubican en edificios tradicionales y con presencia física del juez.
La de Brownsville «es una corte en un tráiler, pero no hay nadie de la corte ahí. No más ve una pantalla. El fiscal, el juez, el intérprete, todos se presentan por pantalla», precisa en un español perfecto la abogada, que todavía se sorprende por esta situación en un espacio «impersonal» donde se pierden los detalles.
«No es como que los jueces pueden ver la lágrima que sale o pueden ver que estás teniendo una dificultad de respirar, que estás temblando».
Para ella, el MPP es un sistema creado para destruir el derecho de asilo, pero además el «espíritu» de los que piden protección y de los mismos empleados que participan en el proceso.
Jodi puede emplear 20, 30 y hasta 80 horas preparando un caso antes de ir a una audiencia de mérito, donde se escuchan los argumentos para decidir si se concede o no el asilo a un demandante, que debe resolverse en 180 minutos. Durante ese tiempo -que ella sigue ansiosa con su reloj- deben intervenir el juez, el fiscal, la defensa y el peticionario.
Es «mucho trabajo y la necesidad nunca se acaba», pero es igual de agotador para los jueces, que de lunes a viernes deben atender dos audiencias de mérito de tres horas cada día.
«Cada vez que haces una cosa, luego viene el ejército de todos los abogados y todos los jueces pagados por el Gobierno de EE.UU. encima de ti», confiesa Jodi. Es lo más desagradable de su trabajo.
Pese a que se declara cansada, no da todo por perdido. «En medio de tanto sufrimiento, hay momentos de gozo, hay momentos de alegría, pero una alegría inmensa como no puedes imaginar, cuando ves que una persona respira por primera vez en años un aire libre, es algo increíble».
«CUÁNTO DÍA, CUÁNTA NOCHE»
En un rincón del campamento de inmigrantes de Matamoros, Iris Martínez puede ver desde su carpa y, a través de una cerca de ciclón, la vía que desemboca en el llamado «puente nuevo» (Gateway International Bridge); ese que solo puede recorrer completamente cuando tiene audiencia en EE.UU. ante el juez migratorio que lleva su caso.
Esta mujer menuda, madre de tres chicos y cabeza de familia ha atravesado en varias ocasiones su distancia, fue una de las primeras en llegar al campamento, pero reconoce que cada una de esas audiencias «es un trauma bien tremendo».
«Solo son preguntas concretas las que ella (la juez) hace y son las preguntas que uno tiene que responder. No es que uno se va a poner a decirle: ‘Señor, fíjese que esto y esto otro'», relata sobre estos encuentros virtuales donde se siente atada de pies y manos, porque nunca se ha visto cara a cara personalmente con la magistrada.
Iris llegó con sus tres hijos a Matamoros en julio del año pasado y hoy es la llamada «líder de Honduras» en el campamento, escogida por los más de 2.000 inmigrantes que allí residen para organizar su convivencia.
Antes de terminar en esta ciudad mexicana, se entregó a las autoridades migratorias estadounidenses junto a sus tres hijos, una de ellas de 18 años, en busca del ansiado asilo, pero acabaron en una «hielera»: «Yo sentía que mis huesos como que me tronaban, mi vientre se me encogía según lo helado».
Su temor fue mayor al saber que sería deportada a México, un país que considera igual de inseguro que el suyo, pero el golpe lo sufrió cuando fue separada de su hija mayor, que fue expulsada a la localidad mexicana de Nuevo Laredo, a más de 340 kilómetros. Pese a haber podido reencontrarse con ella en Matamoros, la familia sigue separada: la menor, de 7 años, y el mediano, de 15, están en EE.UU. al cuidado de unos familiares en Carolina del Norte.
Madre soltera, se concentra -en la espera- en apoyar a sus compatriotas, pero también sobrevive a su propia historia. «No es nada fácil estar aquí luchando, cuánto día, cuánta noche; hay noches enteras que yo no he podido dormir, hay noches enteras que lo más que duermo son minutos, segundos, porque aquí uno vive a la intemperie. La incertidumbre es tremenda».
De Honduras la expulsaron la pobreza, la violencia y la delincuencia, y tiene claro que volver, para ella, sería una sentencia de muerte . «A Honduras yo no puedo regresar, no puedo, definitivamente».
Tan sólo quedan sesenta y nueve metros.
Laura Barros