«Quítate el calzoncito». Tal petición le hizo en la noche de bodas el ardiente galán a su pudorosa mujercita. Ella había recibido los consejos de su madre, quien le recomendó recato y contención en la noche nupcial, de modo que no hizo lo que su flamante marido le pedía. «Quítate el calzoncito, por favor» -insistió él. La muchacha no hizo ningún movimiento, lo cual no auguraba nada bueno para la relación. Le advirtió con enojo el desposado: «Si no haces lo que te pido me vestiré y saldré del cuarto». Ella se mantuvo en sus trece. Y en su catorce y quince se mantuvo cuando él, en efecto, se vistió atufado y abandonó la habitación. No transcurrió ni un cuarto de hora, sin embargo, cuando el muchacho se dio cuenta de su error y regresó. «Ábreme la puerta, mi amor» -le pidió, humilde, a su novia. Ella estaba enojada, y no le abrió. El galán reitero tres veces más su petición, sin resultados. Entonces se exasperó otra vez y le dijo a su dulcinea: «Si no me abres tumbaré la puerta». «¡Bah! -replico ella, burlona-. ¡No pudo quitar un calzoncito y va a tumbar una puerta!». La extradición de Emilio Lozoya Austin coloca a López Obrador en dos deberes que no podrá eludir: escarbar más hondo y apuntar más alto. El ex-director de Pemex no fue el único actor en las trapacerías: una caterva de funcionarios inferiores lo acompañó en los mesteres de la corrupción. Los ávidos rateros supusieron que sus trapazas nunca saldrían a la luz y quedarían impunes para siempre. Eso por una parte. Por la otra, Lozoya no se mandaba solo. Forzosamente funcionarios de mayor altura tuvieron conocimiento de sus malos manejos y los toleraron, si no es que recibieron tajada de los provechos obtenidos. El superior permite que se bañe el inferior si éste lo salpica. Muy bien está que se haya detenido a Lozoya. Pero este señor es sólo el hilo. Si de él no se saca el ovillo cobrará más fuerza la versión de un pacto de impunidad trabado en lo oscurito entre el nuevo régimen y el anterior. El joven Picio no sólo era muy feo: era también antipático, sangrón; un coágulo, para decirlo en términos más gráficos. Una noche le pidió a Licina, bella joven, que le hiciera dación de sus encantos. Ella le dijo: «Si hago eso que me pides subirá la tasa de inflación». El joven Picio se amoscó. «¿Qué tiene qué ver lo que te pido con la tasa de inflación?». Respondió la bella Licina: «Cualquier pretexto es bueno cuando se trata de negar lo que te pide un pendejo». El trapero le preguntó a doña Jodoncia: «¿Tiene botellas de cerveza que venda?». La interrogada se soliviantó. Con gesto agrio le contestó al sujeto: «¿Acaso tengo cara de beber cerveza?». «Entonces -preguntó el trapero-¿tiene botellas de vinagre que venda?». «Algo anda mal en mi matrimonio -les comentó don Chinguetas a sus amigos en el bar-. Anoche regresé de un viaje que duró más de dos semanas. Dormía al lado de mi esposa cuando se oyó un ruido afuera de la alcoba. Mi señora exclamó sobresaltada: ‘¡Mi marido!’. Y yo salté por la ventana». El perico de la casa solía dejar su percha para ir al corral a ver desde lo alto de la barda los quehaceres del gallo con las gallinas. Cuando el lascivo cantador se le trepaba a una de sus odaliscas el pícaro cotorro lo animaba desde su sitio de observación: «¡Duro, gallo! ¡Duro!». Sucedió cierto día que un golpe súbito de viento hizo caer al loro en medio del corral. El gallo vio a aquella que le pareció exótica gallina de color verde y ondulante caminar, y de inmediato fue hacia el cotorro con evidente intención lúbrica. Lo vio venir el perico y le pidió con suplicante voz: «¡Suavecito, gallito! ¡Suavecito!». FIN.
MIRADOR
Por un mensaje de Alfonso Manzanilla, apreciado colega, me enteré del fallecimiento en Mérida de don Carlos R. Menéndez Navarrete, director que fue durante muchos años del «Diario de Yucatán».
La vida me dio el regalo de conocerlo y de tratarlo. Supe por tanto de su caballerosidad y bonhomía. Fue un buen periodista, y eso lo honra, pero fue sobre todo un hombre bueno, y eso lo honra todavía más.
Estoy perpetuamente agradecido con la familia Menéndez desde que don Abel Menéndez Romero, padre de don Carlos, recibió a aquel muchachillo que era yo en las páginas editoriales de su periódico, donde colaboraban escritores de la talla de Salvador de Madariaga, Torcuato Luca de Tena y José María Pemán, entre otros de igual calidad y nombradía.
Por medio de mi «Mirador norteño» hago llegar a la familia Menéndez la expresión de mi pesar. La pena por la muerte de don Carlos sería aún más grande de no ser porque la dinastía sigue con honor la tarea diaria que se inició hace ya cerca de 100 años. Don Carlos R. Menéndez Navarrete dio ejemplo permanente de bien y de bondad. La vida de un hombre como él nunca termina. Su obra permanece y continúa.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«…Federación y Gobierno estatal acuerdan en Guanajuato luchar conjuntamente contra el crimen organizado.»
Tal cosa será alabada,
pues indica más de un dato
que hoy por hoy en Guanajuato
la vida no vale nada.