Antes que cualquier otra cosa, hay que precisar que si se da el caso de que los señalamientos de Emilio Lozoya pueden judicializarse y luego concluyen en juicios, nada hay más deseable y sano para nuestra vida pública que los responsables de sobornar a legisladores y en su caso los que se dejaron sobornar deben ser castigados, pues si de algo adolece la República es no de la corrupción, que ya es grave –y sigue siéndolo-, sino de la impunidad de quienes han corrompido durante tanto tiempo nuestra convivencia.
Dicho lo cual hay que atender las peculiaridades del caso del ex-director de Pemex, pues no sabemos bien si estamos presenciando un proceso judicial, un ajuste de cuentas o el montaje de un espectáculo público de linchamiento, una vez que se ha señalado el dudoso azar de que este asunto sea atendido justo a diez meses de las elecciones federales del año entrante y en un momento donde la caída de la popularidad del mandatario ya marca una clara tendencia descendente, porque esa curva, la de su popularidad, sí que se aplanó y marca una línea a la baja.
La revelación de última hora, la que publicó ayer Reforma y luego fue reproducida por numerosos medios, fue la de la presunta entrega de 52 y pico millones de pesos para entregarle a legisladores, 6.8 millones de estos a panistas y así lograr su apoyo a la Reforma Energética, entre el 2013 y el 2014, una acusación que asegura que participaron en esta trama Luis Videgaray, Ricardo Anaya y otros destacados miembros del blanquiazul, Ernesto Cordero, Salvador de la Vega y los hoy gobernadores Francisco Cabeza de Vaca, de Tamaulipas, y Francisco Domínguez, mandatario de Querétaro y desde hace unos días dirigente del GOAN.
No está de más recordar que Lozoya, en su tránsito de acusado a acusador, pactó su entrega voluntaria desde España, justo cuando las indagatorias por el caso Odebrecht alcanzaban a su familia, de tal manera que existe un pacto poco claro y una declaración previa que nos mantiene confundidos, pues a estas alturas no sabemos si Lozoya es el acusado en un proceso judicial, como sostiene la FGR o, por lo contrario, es un ‘testigo protegido’ o colaborador como afirmó AMLO.
Aquí es donde entra esa figura perversa del delator, con la que estamos familiarizados por lo común que es en el derecho al uso en Estados Unidos, donde capos, defraudadores y tipos de la peor calaña han comprado impunidad delatando a sus compinches, como lo vemos en célebres casos como el reciente del Chapo Guzmán, en que la Fiscalía Federal construyó una acusación con testimonios de narcotraficantes y asesinos.
Del latín ‘delatór, delatoris’, del étimo primo ‘deferre’ (acusar), el delator romano pasó a calidad de soplón y difamador como una figura que en el Imperio Romano terminó por servir para la consolidación del poder unipersonal de los emperadores, aunque fue Domiciano, el último de los emperadores de la familia Flavia, quien dijo aquello de que ‘el príncipe que no castiga a los delatores, los alienta’, lo que al uso quiere decir que hay criminales o hasta resentidos que por hundir a alguno, o salvarse ellos mismos, han sido, son y serán capaces de delatar hasta a su padre.