Gerson se fue poniendo quisquilloso conforme envejecía, tanto que abjuró de su fe la tarde en que, luego de quemarse un dedo al tratar de encender la shamash, lo que expresó escupiendo el ponchke que se había llevado a la boca.
Fue la Janucá previa a la pandemia esa que mató a tantos y enloqueció a más; para su infortunio a él le atacó con una perversa forma de la lucidez. Tres meses después de aquel crepúsculo que pasó de la piedad a la renegación, su mujer le dejó: no cumplía el sabath, bebía, maldecía en nombre de Adonaí, aunque Ruti se decidió cuando Gerson se negó a celebrar, para ese 4 de abril, ya encerrados forzosamente, el Bar Mitzvá del pequeño Efraím. La mujer escupió a sus pies, arrastró al lloroso adolescente, subió al auto y se perdió al girar la esquina de su calle. Él hizo una mueca y cerró de un portazo, tan fuerte que parece que la puerta aquella, de roble pintado de verde, ya no se abrió para él hasta que…
Se dio a la voluptuosidad a la gula y a la intemperancia. Pero pronto un extraña neurastenia lo llevó al ascetismo: la carne de cerdo, que le provocó el placer escalofriante de desafiar algo sagrado, pronto le pareció demasiado grasosa; el sexo, poco gratificante y riesgoso; las resacas, al cabo de un tiempo, insoportables. Vuelto a sus costumbres mesuradas de antes, se quejaba de no conseguir comida kosher, y cuando finalmente dio con un colmado que surtía albóndigas, cordero, gansos y hasta pichones con el sello correspondiente de sanidad animal y sacra, se quejó amargamente de lo insípido que resultaba aquello.
El encierro en sí lo llevaba bien: no era mucho de andar por las calles, apenas conducía y el único auto de aquella casa, el viejo Studebaker, aquella reliquia que heredó de su abuelo, se lo llevó su mujer. Total, él no era tan viejo y aprendió algunos rudimentos para seguir quejándose de la incompetencia de los trabajadores de su taller, por medio de la pantalla del pequeño y moderno móvil que se dejó el lloroso Efraím, de quien recibía mensajes insulsos los domingos; de la amorosa Ruti no supo sino que se veía con un abogado de divorcios.
No entendió bien de donde le venían aquellos ahogos y esa jaqueca repentina, pues salvo Noemí, la vieja mujer que venía el lunes y el viernes a recoger un poco aquel desastre, apenas había tenido contacto con otro humano; y hace ya más de un mes que no venía a casa ninguna señorita.
Por supuesto que se asustó cuando el reseco doctor Stern le dijo que aquello lucía mal, que no se alarmara pero que no había que descartar ese nuevo virus. Qué fastidio, pensó y no sabía si se refería al de haber contraído el virus, o al de pensar que no estaba del todo claro si iba a morir.
–El test dio negativo –dijo el viejo Stern y aquello llenó de malestar al enfermo imaginario.
Conforme aquello fue pasando, le resultaba insoportable quedarse en casa y una tortura salir, hasta que un dia…
La tos no le alarmó, pues era fumador y sufría constantes ataques matutinos, ataques que le irritaban. Por pasar las horas fue al cine, a la vieja Sala París, donde daban viejas películas de Woody Allen, que no soportaba, pero que le daban el consuelo de una sala vacía, donde no ser molestado por nadie. Encontró la sala fría, e intolerable el olor a polvo y moho, aunque lo que realmente lo llenó de un extraño malestar fue aquella escena de Zelig, cuando roba el Messerschmitt y lo pilotea a Norteamérica de cabeza. Sintió un ahogo repentino, dio traspiés hacia la luz, la luz de la puerta de salida y al ganar la calle, bajo la marquesina expiró.
Para morir tenía todo dispuesto desde que reparó en que el mundo era demasiado ruidoso y agitado para un alma como la suya; pensaba recitar aquel verso griego de ‘Oigo el paso rápido de veloces corceles’, que leyó en el Liceo cuando niño y grabó en su memoria para cuando escuchara el galopar de las parcas, pero en el último momento se le nubló la memoria, lo olvidó por completo y eso lo irritó, de tal manera que sin poder pronunciarlas, las últimas palabras que pensó fueron: maldita suerte de m…
Así que esto es el dichoso coronavirus y así era la muerte, pensó su espíritu al ver la incómoda postura en que estaba allí debajo de esa marquesina de luces mortecinas, a los transeúntes que le esquivaban como si fuera un borracho y aquel perro si raza que le olisqueaba los zapatos.
Su funeral no fue mejor. Con el fin de contrariarle, Ruti, olvidó aquellas insistentes instrucciones dadas para la ocasión: ni funeral privado y por invitación, ni el aviso a su familia de que no se apareciera por allí, ni la orden estricta de no enviarle flores. Detestaba las flores, como detestó a aquella vieja de luto, a la que no conocía de nada, que se puso a rezarle un lloroso rosario.
Años antes había dispuesto, por diversión, que aquella amante suya Lorenza, irrumpiera en el salón de casa ante su ataúd abierto y le pusiera dos monedas de oro en los ojos, dos que él le había dado para la ocasión y que la muy ingrata había usado, ya hace mucho, para dar el enganche de un auto; unos años después había propuesto a Luna, esa mujer que tanto quiso hasta que esta le dejó para casarse con un mimo y con el argumento tramposo de que había sido su culpa por no divorciarse de Ruti, que más tarde irrumpiera también ella ante su féretro y le besara los ojos.
Hasta el kadish le fue negado, pues su antiguo amigo Daniel, se exculpó diciendo que no pensaba ir a despedirse de aquel impío que, además, le debía varios millones de un antiguo negocio.
Se le revolvieron las espirituales tripas cuando se enteró, al escuchar conversaciones insulsas en la sala funeraria, cuando supo que contra su voluntad no sería enterrado sino cremado y puesto en una pequeña caja de madera, a él que tanto le irritaban los espacios pequeños; más le molestó saber que una tía que detestaba le había organizado, en contra de sus órdenes expresas, un funeral cristiano, al que se negaron asistir los judíos, incluidos Ruti y Efraím.
Al ver que su féretro entraba en ese templo decidió que aquello era suficiente; teatral como era, esperó a que el cura comenzara a decir sabe qué tonterías sobre la redención, se incorporó como vio en el cine tantas veces que lo hacían los vampiros, encendió un cigarrillo y salió de aquel recinto, causando gran escándalo entre los muchos curiosos que habían asistido con el fin de comprobar que era cierto que estaba muerto de cuerpo entero.
No fue la única contrariedad de ese día aciago, pues del funeral fue a casa de sus hermanas, quienes al abrir la puerta hicieron gestos.
–Mírate que pinta tienes –dijo María–, parecen un Lázaro.
-¡Y apestas! –dijo Martha que le cerró la puerta en las narices.
Lázaro, le dicen en el albergue de la asistencia social donde va ahora a mediodía a que le sirvan aquel menjunje que tanto le desagrada y en donde los demás indigentes le rehúyen por quejumbroso.
Moshé Lehér
Nació en cualquier lugar: aquí o en Cubelles, digamos.
Es periodista, escritor y grabador de medio tiempo.
Es miembro del Colectivo Six Pack.
“VOCES DESDE EL ENCIERRO” es un especial de 7 cuentos cortos de autores miembros del “Colectivo Six Pack”. (3 de 7)