Don Temoso era más terco que una mula. Manido es ese símil, pero cierto. Dice un dicho campirano: «Cuando una mula dice: ‘No paso’, y una mujer dice: ‘Me caso’, la mula no pasa y la mujer se casa». Mala la comparación, pero también es cierta. Si a don Temoso se le metía algo en la cabeza ya nadie se lo podía sacar. No le entraba ni el hacha. Una noche bebía con un amigo en la cantina y exclamó de pronto: «¡Mira! ¡En aquella mesa está el Papa Francisco tomándose un tequila!». «Carajo —se irritó el amigo—. ¿Cómo crees que el Papa va a estar bebiendo aquí?». «Te digo que es el Papa» —se obstinó Temoso—. Voy a presentarle mis respetos». «¡No haga semejante pendejada! —trató de detenerlo el amigo—. Ese hombre no es el Papa». «Sí es —se empecinó el cabeciduro—, y te lo voy a demostrar». Así diciendo se levantó de la mesa y fue hacia el individuo. «Perdone, mi estimado —le dijo en la mejor tradición de los borrachos de cantina—. Con todo respeto: ¿es usted el Papa?». El tipo pensó que el ebrio se estaba burlando de él. Le contestó, violento: «¡El Papa tu tiznada madre!». Muy escurrido Temoso regresó a su mesa. Le dijo azorado a su compañero: «¡Caramba! ¡No sabía que el Santo Padre fuera tan mal hablado!»… Este amigo mío es un radical. Yo se lo reprocho, pues no me gustan los radicalismos, pero él dice que quien no es radical se queda en la superficie de las cosas y no llega a su raíz. Por fortuna mi amigo no es hombre religioso. Si lo fuera sería un Torquemada que andaría por ahí buscando herejes para llevarlos a la hoguera. En todo lo demás mi amigo es extremista. Declara, por ejemplo, que cuando ve a alguien fumando no puede dejar de pensar que es un tonto. Desde luego él emplea una palabra más radical. «¿Quién en su sano juicio —pregunta— se mete humo en los pulmones sabiendo que lo puede matar?». Se asombra de que haya aún empresas tabacaleras, es decir fábricas de cigarrillos: «A sus dueños —opina— deberían meterlos a la cárcel por homicidio calificado». «Ganan dinero asesinando gente», dice. Quizá su extrema posición en este asunto se debe al hecho de que su padre murió por un cáncer de garganta que le vino por haber sido fumador. En su lecho de muerte, imposibilitado ya de hablar, alzaba penosamente el brazo ante sus hijos, adolescentes todavía, hacía el ademán de llevarse a la boca un cigarro y luego, con gesto de angustia, les decía con el dedo que no. Les estaba diciendo que no cometieran el error que a él lo llevó al dolor y que poco después lo llevaría a la tumba: el error, absurdo y trágico a un tiempo, de fumar. Mi amigo, radical como es, se sorprende, de que siga habiendo fumadores. «Por fortuna se ven ya como un anacronismo —manifiesta—. Cada vez van quedando menos, unos porque dejan de fumar, otros porque se van». Sin embargo, extremista y todo, mi amigo tiene datos: cada año mueren en México 60 mil personas por causas directamente atribuibles al tabaco. «¡5 mil muertos por mes! —clama—. ¡Ni la violencia criminal mata tanta gente!». Me entero de ese dato y pienso, aunque no se lo digo: ¿de veras en este asunto del cigarro mi amigo es un extremista radical o es más bien alguien que muestra la raíz de la verdad?… El señor Cuclillo llegó a su casa en hora en que no se le esperaba y encontró a su mujer entrepernada con un hombre que obviamente no era él, pues el sujeto estaba dentro de la cama y él afuera. ¿Quién era el individuo? Era Pitoncio, su amigo desde la juventud. Le preguntó con acento gemebundo: «¿Por qué, si te llamas mi amigo, me haces esto?». Replicó Pitoncio: «¿Qué no has oído decir que en la cama y en la cárcel se conocen los amigos?»… FIN.
MIRADOR
Llegó y me dijo de buenas a primeras:
— Soy el número uno.
Lo oí como quien oye llover: a muchos he oído decir que son el número uno. Le pregunté:
— ¿En qué puedo servirle?
— Número uno —respondió el número uno—: reconozca que soy el número uno. Número dos: haga que todos también lo reconozcan.
Le contesté:
— Ningún inconveniente tengo en reconocer que es usted el número uno, pero a nadie puedo hacer que lo reconozca como tal. Cada quien es dueño de sus reconocimientos.
El número uno se encalabrinó. Cuando alguno se siente el número uno y alguien no se somete por completo a él se exaspera y dice que el modito no le gusta. Me dijo:
— Número uno: soy el número uno. Número dos: jamás seré el número dos.
Lo oí como quien oye llover. La vida me ha enseñado que aquél que ha sido el número uno alguna vez será el número dos. O el tres. O el cuatro.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… La esposa de Luzbel le comentó…».
Y textualmente la cito:
«Me preocupa nuestro hijo.
Fíjate que el muy canijo
se porta como angelito».