Afrodisio Pitongo, hombre salaz, libidinoso y lúbrico, invitó a Susiflor a un paseo por el campo. A la vista de las bellezas naturales la linda joven prorrumpió en expresiones de entusiasmo: «¡Ah, el límpido arroyuelo! ¡Ah, el ameno prado! ¡Ah, la hierba mojada por el rocío matinal!». «Traigo una cobija» —la interrumpió Pitongo… Desde que estaba yo en la secundaria me apliqué al estudio del inglés. Mi sueño —uno de los muchos que tenía— era conocer el mundo, y para eso necesitaba hablar la lengua inglesa aunque fuera en su versión americana. Me dediqué entonces a aprenderla. Ponía especial atención a las clases de la señorita Sutton, y por las noches asistía a la escuela que establecieron los mormones cuando llegaron a Saltillo. A más de eso me suscribí al periódico The Laredo Times, y en las librerías de viejo compraba ejemplares antiguos de The Reader´s Digest. Subrayaba con lápiz rojo las palabras cuyo significado desconocía y las consultaba en el Webster. Oí mil veces los discos del curso de inglés de la Hemphill Schools, y vencía mi timidez a fin de entablar conversación con los turistas norteamericanos, y de ese modo practicar la lengua. Donde aprendí más vocabulario, sin embargo, fue en el libro de Ollendorff, que alguna vez he mencionado aquí. El método de este señor tendía a dotar al estudiante del mayor número posible de palabras. Para eso se valía de una mayéutica sui géneris que consistía en hacer preguntas cuyas respuestas no guardaban relación alguna con lo preguntado. «¿Quién tiene el paraguas del vicario?». «La cofia de la mucama la guarda el mayordomo». Y así. Cuando una parte de lo que se dice no tiene relación con otra se cae en el absurdo. «Asistí a un encuentro de poetas surrealistas». «¿Cuántos fueron?». «Noviembre». Mi querido primo Alberto, médico, hizo su servicio social en un remoto rancho. Una anciana campesina fue a consultarlo. «Me duele la cabeza» —le dijo escuetamente. Tras el correspondiente examen —la señora tenía fiebre— Beto le dijo que le iba a poner una inyección. Quiso saber la doña: «¿Dónde me la va a poner?». «En una sentadera» —le informó el joven médico. Preguntó en tono beligerante la mujer: «¿Y qué chingaos tienen qué ver las nalgas con la cabeza?». Recordé todo eso cuando oí a López Obrador decir que no usará tapaboca mientras haya corrupción en México. Me pregunté al modo de la anciana campesina: «¿Y qué chingaos tiene que ver el cubrebocas con la corrupción?». Haya dicho eso en serio el Presidente —en el extranjero ha sido nuevamente motivo de irrisión— o lo haya dicho para distraernos de los efectos de la ineficiencia oficial en el combate a la pandemia, lo cierto es que su actitud constituye otra vez un mal ejemplo. Alguien debería aconsejar a AMLO que piense en el efecto de sus palabras antes de soltarlas… Don Lumbagio le contó a un amigo que la ciática no lo dejaba dormir. «Así son las orientales» —comentó el amigo, que no entendió bien lo que le dijo don Lumbagio. Luego le recomendó a un sobador que, le aseguró, curaba todo tipo de reumas y achaques similares. Fue con el curandero don Lumbagio y le pidió que le informara en qué consistía su tratamiento. Explicó el tipo: «Hago que el paciente se tienda bocabajo en un lecho de piedras. Luego bailo sobre sus espaldas una danza de mi tribu. En seguida tomo una estaca y le golpeo con ella los lomos. En seguida le echo encima un balde de agua helada y otro de agua hirviendo. Finalmente lo hago beber un litro de aceite ricino». Preguntó, inquieto, don Lumbagio: «¿Y con eso se curan los pacientes?». «Supongo que sí —aventuró el sobador—. Ninguno ha vuelto para una segunda sesión»… FIN.
MIRADOR
Variaciones opus 33 sobre el tema de Don Juan.
El discípulo de Don Juan le preguntó:
— ¿Hay mujeres malas?
— Sí las hay —respondió él—, igual que hay malos hombres. En mi vida hubo solamente dos. Las demás fueron, todas, ángeles de bondad. A aquéllas las he olvidado casi. Ni siquiera les guardo rencor, pues eso es tenerlas en la memoria, lo cual no merecen. A las que me dieron su bondad las recuerdo con cariño, que es la forma que con el tiempo asume lo que alguna vez fue amor.
Volvió a preguntar el muchacho:
— ¿Y la pasión, maestro?
— Pasa —respondió el sevillano—. Su destino va en su nombre. Es pasajera. En su momento, sin embargo, todo lo que en amor no sea pasión es desperdicio. Luego llegará la ternura, sentimiento apacible y duradero. Eso, con los recuerdos, será el mejor consuelo cuando pase la pasión.
El discípulo creyó percibir cierta tristeza en las palabras de Don Juan.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Apresan a un capo de la droga…».
De sobra sabemos que eso
ya no es algo singular.
Pronto lo van a soltar
«por fallas en el proceso».