«El fanatismo viene de cualquier forma de ceguera elegida que acompaña la defensa de un solo dogma».
John Berger
La desavenencia entre el secretario del Ambiente, Víctor Manuel Toledo, y el de Agricultura, Víctor Villalobos, es inevitable. Toledo es un académico activista, fundador de la «etnoecología», que estudia y defiende las relaciones de los pueblos indígenas y la naturaleza; no había ocupado hasta ahora ningún cargo ejecutivo en el Gobierno o la iniciativa privada. Víctor Villalobos es un ingeniero agrónomo de Chapingo, que ha desempeñado un sinnúmero de responsabilidades nacionales e internacionales en la producción agrícola y fue investigador en biotecnología, una especialidad que los fundamentalistas de la ecología consideran perversa.
El pleito surge por el glifosato, un herbicida comercializado por primera vez en 1974 por Monsanto bajo el nombre de Roundup, que permite matar hierbas sin afectar a cultivos o mamíferos. La patente expiró en el 2000 y hoy es el herbicida más usado en el mundo. Toledo quiere prohibirlo, Villalobos se opone.
En su más reciente libro, “How Innovation Works: And How It Flourishes in Freedom”, el zoólogo y escritor británico Matt Ridley señala que el glifosato «tiene enormes ventajas sobre otros herbicidas. Debido a que inhibe una enzima que se encuentra sólo en plantas, es virtualmente inocuo en dosis normales para los animales, incluidos los humanos, y dado que se descompone rápidamente no persiste en el ambiente. Es mucho más seguro que el producto que reemplazó, el paraquat, ocasionalmente usado para suicidios».
Decenas de estudios señalan que no es cancerígeno, por lo que su uso ha sido aprobado por los reguladores de Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia y la Unión Europea, así como por la Reunión Conjunta de Residuos Pesticidas de las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud (npic.orst.edu). Sin embargo, Greenpeace y otras organizaciones fundamentalistas buscan prohibirlo. Un comité de la Agencia Internacional de Investigación para el Cáncer de la OMS señaló que el producto es «probablemente carcinógeno», pero Ridley señala que el propio comité ha aceptado que, con el mismo criterio, «las salchichas y el serrín tendrían también que ser clasificados como carcinógenos, mientras que el café sería todavía más peligroso. El helado de Ben & Jerry contiene glifosato en una concentración de 1.23 partes por mil millones, de manera que un niño tendría que comer tres toneladas diarias para enfrentar un riesgo».
Para los fundamentalistas, la ausencia de riesgo y el beneficio a la agricultura son irrelevantes. Lo importante es frenar un producto inventado por la malvada Monsanto para acompañar el cultivo de los diabólicos transgénicos. No es una actitud científica, sino dogmática.
Toledo quiere la «estricta supresión» de 80 plaguicidas en México, empezando por el glifosato: «Estamos esperando que salga un decreto presidencial en el que el glifosato queda automáticamente suprimido de toda acción del Gobierno federal». Ya ha detenido las importaciones, causando un severo daño a los agricultores.
La supresión de los herbicidas provocaría un desplome de entre 30 y 50 por ciento de la producción agrícola nacional, según Bosco de la Vega, presidente del Consejo Nacional Agroalimentario. Se perderían decenas de miles de empleos en el campo y México tendría que recurrir a la importación masiva de alimentos. Esto no sólo daría al traste con la autosuficiencia que prometió López Obrador, sino que, paradójicamente, obligaría a la compra en el exterior de productos cultivados con glifosato.
EMPOBRECERLOS
Con medidas como la prohibición del glifosato o el bloqueo al ducto Guaymas-El Oro parecería que el objetivo de los activistas que dicen defender a los indígenas es empobrecerlos más, para obligarlos a emigrar y mandar remesas a México.