Entonces todos nos conocíamos, Armando, no como ahora, que nos desconocemos todos. Salías a la calle y a cada paso tu nombre te salía al paso. «Quiubo, Felipe» (en aquel tiempo nadie decía «hola»). «Adiós, Felipito». «¿Cómo están tus papás, Felipín?». Los vecinos no solamente lo eran de tu casa: también lo eran de tu vida. Te veían nacer y te veían vivir. Y tú, niño, los veías morir. «Se murió don Jacobo». Don Jacobo era papá Pobo, el abuelo de tu amiga Teresita, que tenía 6 años, como tú, y ahora se sentaba con su muñeca en el sillón donde antes estaba sentado siempre papá Pobo, que era paralítico. Tú no viviste en esa ciudad, sobrino. Vives en ésta, o sobrevives ahora que son días de sombra («de calígine» iba a decir, pero me arrepentí en el penúltimo momento). Por eso creerás desmesurado lo que hoy voy a contarte. Quizá si te lo contara mañana te parecería más verosímil, pues el día de mañana sucederán cosas más inverosímiles. La historia trata de un individuo cuyo nombre recuerdo, pero lo he olvidado. Tenía tres mujeres el cabrón, si me permites el apelativo. Una era la legítima; a las otras no las legitimaba ni siquiera el amor, que todo lo legitima. A una la tenía por necesidad; a las otras dos por vanidad, y a veces -algunas veces- por lujuria. A cada una la hacía creer que era la única, Eso no podía durar en una ciudad en que nadie era único. Bien pronto cada una de las tres supo de la existencia de las otras dos. Pensarás que se agarraron de las greñas, o que la esposa les gritó: «¡Arrabaleras!» o «¡Putas!», con más énfasis. No hubo tal. La legítima invitó a las ilegítimas a tomar un cafecito. Ahí urdieron un plan que los hombres calificaríamos de siniestro y las mujeres de genial. Ese plan se planeó con más minuciosidad que la invasión de Normandía en la Segunda Guerra Mundial. El Día D tuvo algunas fallas, y este plan ninguna. Se cumplió con la exactitud de un reloj suizo, con la puntualidad de un tren inglés, con la precisión de un metrónomo alemán. Una noche de sábado el sujeto de marras llegó ebrio a su casa -lo mismo hacía todos los sábados- y después de farfullar incoherencias y maldiciones se desplomó en la cama como muerto. La señora abrió la puerta a las dos mujeres, que aguardaban afuera la señal. Entre las tres desnudaron al hombre hasta dejarlo en cueros; lo ataron después de pies y manos y lo dejaron dormir el sueño de la borrachera. Cuando el tipo despertó se vio sin ropas y sin movimiento. Entonces empezó la segunda parte del plan. Las mujeres le untaron miel de los pies a la cabeza y lo emplumaron luego con plumas de gallina que habían ido juntando pacientemente para la ocasión. Le dejaron sin cubrir únicamente el rostro, las verijas -con perdón sea dicho- y las nalgas, esto último dicho sin perdón. Luego esperaron la llegada de los hermanos de la esposa, previamente citados para efectuar la tercera parte del plan. Subieron al espantado individuo en la parte trasera de una camioneta -pickup, en lengua inglesa- y lo tiraron en medio de la calle principal de la ciudad en plena hora del paseo dominical. Dicen que el infeliz corría de un lado a otro, como rata asustada, sin saber dónde meterse. Entonces todos nos conocíamos, Armando, lo dije antes, y todos supieron quién era el emplumado. Aquello fue escándalo para unos y risa para los más. El cabrón -sin perdón ya- tuvo que irse de la ciudad después de aquel suceso, pues todos vieron sus vergüenzas, su vergüenza. Parecerá cruel esta venganza femenina, pero como dijo mi tía Lucha, viuda no sufriente: «Se me hace poco para todo lo que nos han hecho los pelados». FIN
MIRADOR
Por Armando FUENTES AGUIRRE
¿De dónde viene esta nube que ahora viene?
La veo llegar, enorme vaca blanca, y pienso que bajará, lenta y magnífica, a pacer la hierba que la lluvia de ayer untó en la tierra.
Pero la nube pasa de largo -y de ancho- y ni siquiera tiende una mirada sobre mí. Ella vuela, y las criaturas que vuelan nos desdeñan a los que no volamos. Ella se va, y las criaturas que se van nos desdeñan a los que nos quedamos.
Perdona, nube vaca, vaca nube. Yo no soy más que un hombre que te envidia. Quisiera tener tu altura de viento, tu blancura de niña, tu paso de reina que se encamina a donde vive el sol. Quisiera ser eterno como tú, que pasas siempre y nunca pasas, que cuando parece que ya has pasado vuelves a pasar.
Llévame contigo a donde vas, no importa a dónde. Quizá conoceré por ti ciudades que tienen nombre de poema: Golconda, Samarkanda, Alejandría. Quizá conoceré por ti al ser que soy, nebuloso como un cielo lleno de ti.
No me oyes y te vas.
Sólo quedo yo, yo solo.
Si algo me estás diciendo no te escucho.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
Por AFA
«…Se aplana la curva del coronavirus…»
Cien veces han declarado
que la curva se aplanó.
Más bien, según veo yo,
la curva nos ha aplanado.