«Anoche le hice el amor tres veces a una dama». El padre Arsilio creyó no haber oído bien cuando don Gerontino le dijo eso en el confesonario. Y es que el señor, uno de sus más asiduos feligreses, contaba al menos 70 años, cuando no algunos más. Para cerciorarse de lo dicho le pidió al penitente: «¿Podrías repetir eso?». Claro que sí -replicó don Gerontino-. Lo voy a repetir hoy en la noche». El marido entró en la habitación llevando una bata médica de gruesa lona, botas de hule, guantes de obrero de la construcción, casco de bombero, lentes de seguridad y una máscara de gases como las que se usaron en la Primera Guerra. Su esposa lo vio y le dijo: «Está bien. Si así tomas las cosas yo le cambiaré el pañal al bebé». Celibio, hombre soltero, salió con una linda chica. La muchacha tenía propósitos matrimoniales, de modo que le hizo una insinuación a su galán: «Supongo que viviendo solo te alimentarás muy mal». «Oh no -opuso él-. Todas las noches disfruto una cena de siete platillos». «¿De veras?» -se sorprendió la chica. «De veras -confirmó Celibio-. Una pizza y un six de cerveza». Es cierto: el confinamiento causado por el coronavirus nos tiene a todos ya cansados. Ansiamos volver a nuestra vida de antes, recobrar esa rutina cuyo valor no conocíamos, abrazar a aquéllos a quienes amamos, ver a nuestros amigos, ir otra vez al restorán o la cafetería, al centro comercial, a la iglesia, regresar a la tarea cotidiana. Pero cuidado: el peligro no ha desaparecido. Debemos resistir un poco más, o un mucho más, según las cosas se presenten. Lo digo porque al menos en una entidad se ha manejado la idea de que los niños vuelvan a la escuela tres días a la semana. Sin ser experto en la materia -en ninguna soy experto- considero que esa medida entraña gran peligro, y que aun a riesgo de perder más de lo ya perdido en materia de educación se debe seguir con la enseñanza virtual, no presencial, hasta en tanto se tenga la certeza de que el regreso a las aulas se puede hacer sin riesgo. Es mi opinión, quizás errada pero bien intencionada. Picio, debo decirlo aun con mengua de la buena educación, era hombre feo de nacimiento. Cierto día le contó con tristeza a un amigo: «Le pedí a Dulcibel que fuera mi novia, y me rechazó». «No pierdas las esperanzas -lo consoló el amigo-. Hay muchachas que cuando dicen ‘no’ están diciendo ‘quizá'». «Posiblemente -admitió Picio-. Pero ella no dijo ‘no’. Dijo ‘¡Guácala!'». Joyas de colección son hoy las películas de Tarzan, aquéllas de Johnny Weissmuller y Maureen O’Sullivan, las del famoso grito del Rey de la Selva, las de la nunca dicha frase «Me Tarzan, you Jane», las de Chita, los vuelos en liana, las luchas puñal en mano bajo el agua con los cocodrilos, la Scarpa Mutia y el cementerio de los elefantes. Pues bien. Sucedió que Jane dejó temporalmente a Tarzan a fin de visitar a su familia en la civilización. Le preguntó su madre, señora de buena sociedad: «¿Por qué te uniste a ese salvaje?». Explicó Jane: «Es muy mono». La vecina era joven, hermosa y de opulentas formas, y salía por las mañanas al jardín a tomar el sol cubierta sólo por un bikini más breve que una buena intención. Pepito la veía por la ventana de su cuarto, y eso alarmó a su madre, que le hizo al crío una advertencia de carácter bíblico: «Si sigues viendo a la vecina te convertirás en estatua de piedra». El chiquillo no hizo mucho caso, y ese mismo día invitó a su amigo Juanilito a compartir la magnífica visión. En eso estaban cuando Pepito dijo preocupado: «Tenía razón mi mami en eso de convertirme en estatua de piedra. Ya estoy empezando a endurecerme». FIN
MIRADOR
Por Armando FUENTES AGUIRRE
Iba la lechera con su cántaro al mercado.
Por el camino pensaba que con el dinero que sacaría de la venta de la leche compraría pollas que se harían gallinas; vendería las gallinas y se compraría una vaca; la vaca le daría terneros que vendería para comprarse una casa, y ya dueña de una casa no tendría problema para encontrar marido.
En eso iba pensando cuando tropezó, cayó al suelo, se quebró el cántaro y se derramó la leche. ¡Adiós pollas y gallinas; adiós vaca y terneros; adiós casa y marido!
La lechera se echó a llorar desconsoladamente. La vio un hombre joven y apuesto y acudió a ayudarla. De ahí nació una amistad que se convirtió en amor. El joven y la lechera se casaron y fueron felices.
Hay quienes no gustan de que las personas tengan sueños, y escriben entonces fábulas morales en las que reprueban a los soñadores.
La vida muestra, sin embargo, que los sueños pueden volverse realidad. Y la vida sabe más que los fabulistas.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
Por AFA
«…Trump puede perder la elección…»
Lo diré muy poco a poco:
si lo reeligen allá
eso significará
que el país se ha vuelto loco.