Para Gilma y Daniel
No fue amor a primera vista, sin embargo, llegarían a amarse hasta la muerte. Cuando Hortensia rescató a Fátima de la calle, Lucho ya tenía cuatro años de ser el rey del hogar. Dormía la siesta a sus anchas en donde fuera y comía todo lo que le ponían en el plato. Todo.
El primer inconveniente que tuvieron Fátima y Lucho fue la lucha por el territorio. Pero esas batallas campales por el sillón o por dormir cerca de Hortensia pronto se terminarían, si es que querían sobrevivir al próximo confinamiento.
En presencia de Hortensia llegaron al pacto no escrito de repartirse la casa. A Fátima le tocó las partes altas y oscuras: libreros, alacena y el fondo del clóset. Lucho III, un Border Collie de abolengo, por ser nieto del primer Lucho de esa casa, se conformó con todo lo bajo: el sillón, la cama y los tapetes.
Sin embargo, sus espacios y la dinámica del hogar cambió el día que en la televisión anunciaron la llegada del Covid, una enfermedad tan nueva para los humanos, como nueva sería la normalidad a la que se enfrentaron Fátima y Lucho la mañana que unos hombres de blanco, careta y guantes, desalojaron todos los departamentos del edificio y entraron por Hortensia. Ambos se escondieron en el clóset, desde ahí vieron que se la llevaban en camilla y tanque de oxígeno.
Lucho nunca había mordido a nadie y nunca pensó que una gatita negra con blanco, de las que llaman Vaquita, sería la primera. En la carrera por su vida, Fátima y Lucho tiraron las sillas del comedor, el frutero que estaba sobre una mesa lateral, rodaron manzanas y peras; volaron los tapetes que adornaban el piso de madera. El ambiente se llenó de pelos, como si alguien hubiera desplumado una gallina.
Lucho era un perro negro con manchas blancas. Medía lo mismo que cualquier perro mediano. Parecía que la dinámica de todos los días sería perseguirse, pero esa tarde miraron en la televisión, que seguía prendida, que el virus había impuesto un nuevo orden mundial, que estaba matando a mucha gente, que había redadas en las calles y toque de queda. Vieron las plazas y parques tomados por osos, canguros, comadrejas y pingüinos. El Covid no afectaba a los otros, los animales.
El segundo día del encierro, Lucho de nuevo intentó corretear a Fátima. Le peló los dientes y vio sus colmillos reflejados en los amarillos ojos de la gata. A Fátima se le erizaron los pelos, se encogió como un acordeón y maulló con la intensidad de la medianoche. Corrió, subió y bajó muebles, huyó por arriba de los libreros. “Es como perseguir una pelota de ping pong”, pensó Lucho y con ambas manitas se sobó el cuello por la torticolis que le dio al verla pasar.
Agotado, ese día Lucho se terminó toda su comida y se tiró panza arriba a dormir. Aunque Fátima tenía su tazón de croquetas en la parte alta de la alacena, sería hasta el tercer día cuando ella le compartiría de su plato.
Hubo un momento, al anochecer de ese viernes, en el que Fátima pudo huir, dejar todo atrás y comenzar una nueva vida. Ella sabía abrir la puerta del balcón. Brincaba y jalaba la manija. Ese día lo hizo. Fátima salió al balcón y vio la joven noche. Saltó a la baranda y a punto de seguir hacia las ramas de los árboles, vio a los tortolitos en pares sobre los cables de luz. Miró atrás y vio a Lucho solo y sin comida. Él ladró y chilló desde el comedor. Fátima no se atrevió a dejarlo. Aunque su corazón latía por volver a la calle, Fátima supo que al terminarse la comida tendría que volver a cazar para los dos. Decidió quedarse.
“¿Cómo comunicarme con este perro tonto si sus ladridos sólo me ensordecen?” se dijo Fátima. La respuesta estaría en los puntos en común: las orejas y la cola. Entró y cerró la puerta del balcón. Saltó de librero en librero hasta llegar a su alacena. Con su manita, volteó el tazón de croquetas y le fue tirando una a una al hambriento Lucho. Le marcó un camino hasta el refrigerador. Lucho devoró aquellos mendrugos y siguió obediente las indicaciones.
Fátima, desde lo alto del refrigerador movió la cola y le señaló la puerta. Lucho hizo lo mismo con su rabo. Fátima entrecerró los ojos, de nuevo agitó la cola y señaló con su nariz rosa el marco de la puerta. Lucho por fin entendió y con su hocico puntiagudo, como una cuña, abrió el refrigerador. La luz también iluminó a la noche. Pero la puerta insistía en cerrarse. Hasta que Fátima, como una X, se abrió de patas y manos para detenerla. Lucho devoró el jamón, la carne molida y el chorizo. Fátima se deleitó con un filete de salmón.
En mitad de la cocina, la pequeña Fátima y Lucho se miraron y se asombraron, eran iguales, como si estuvieran frente al espejo, lomo negro y pecho blanco. “¿Seré también un perro Vaquita?” se dijo Lucho. Luego torció la cabeza y ladró con profundidad de manada. Fátima, aturdida bajó las orejas y sonrió, como a veces sonríen los gatos: restregándose sin pudor. Lucho la lamió y lamió.
Esa noche durmieron juntos y la siguiente también. Fátima y Lucho eran una mancha blanco y negro sobre el sillón amarillo, encima del tapete y al pie de la chimenea. Él no volvió a meterse debajo de la cama ni ella a subirse a la alacena. Vivirían su amor fuera del clóset.
En las noches de luna, Fátima y Lucho salían al balcón a ver su luz de plata y aunque Fátima amaba el silencio, tuvo que acostumbrarse a los aullidos de Lucho, cada vez que pasaba una ambulancia anunciando la prolongación de la pandemia.
Rodolfo Naró. Nació en Tequila, Jalisco. Ha escrito varios libros de poesía y novela. También es miembro del colectivo Six Pack.
“VOCES DESDE EL ENCIERRO” es un especial de 7 cuentos cortos de autores miembros del “Colectivo Six Pack”. (6 de 7)