Para quienes somos de este lado del mundo nos resulta extraño cómo en los países de la Europa occidental, donde el desarrollo de su estado de bienestar nos aventaja décadas, se habla ahora de la reanudación del “curso político”, que no es sino la actividad de gobernantes y parlamentarios luego de un mes largo de vacaciones, que se corresponde a agosto, el mes en que el grueso de los asalariados europeos gozan, de manera universal, de 31 largos días de asueto, en los que la actividad gubernamental se limita a los servicios básicos, pues el grueso de la gente está vacacionando.
Son las peculiaridades de esos países que también son, en su mayoría, regímenes parlamentarios, sean repúblicas o monarquías constitucionales, aunque el hecho aquí es que a todo mundo le viene bien ese mes de descanso y ese mismo mes en que no tienen que saber apenas de declaraciones de mandatarios y ministros, representantes de los partidos o de asuntos parlamentarios, lo que recuerda aquella canción de Chava Flores que sentenciaba: tú descansas, yo también.
Y es que aquí no salimos del informe de anteayer, esa mañanera magnificada, cuando el mandatario ya nos regaló otra de sus conferencias matutinas, la de ayer, y seguramente mientras usted lee estas líneas, ya estamos con los asuntos de la de hoy.
Y es que ayer la gente que gusta de informarse apenas abría los diarios o encendía la radio para enterarse de los comentarios del evento de la víspera, cuando el omnipresente mandatario ya estaba con los asuntos de cada día, tan similares en todas sus características a los de anteayer y a los de mañana, lo que parecería ser causa de un hartazgo que ya manifiestan algunos, pues ya vamos para dos años del mismo atole y el mismo dedo.
Antes de llevar este argumento a sus extremos habrá que reconocer que al menos poco más de la mitad de los mexicanos no lo sienten así, pues las mediciones de ayer, luego de algunas semanas de caída de la popularidad de AMLO, los niveles de aprobación posteriores al presunto informe de presuntas actividades volvían a alcanzar niveles de un promedio de alrededor del 56 por ciento, lo que nos habla de que los que le reprueban su manejo en materia económica, de seguridad y de la pandemia, que sí son más, acaban aprobándole a él por alguna razón que la lógica impide comprender.
Ya habíamos expuesto la necesidad de buscar nuevas racionalidades políticas para entender este fenómeno extraño, ya lejos de los viejos estudios sobre el “hombre masa” o de la “fascinación de las masas por los dictadores”, ya a casi un siglo de la secesión de los líderes fascistas, y ya en un contexto distinto y ya inscrito en ese nuevo estadio cultural que algunos llaman posmodernismo y que tiene que ver tanto como con la “aldea global”, como con el carácter arcaizante de nuestro Presidente.
Como sea, hay que admitir que la excesiva exposición del mandatario tiene que ver con la manera en que los medios, impresos, electrónicos y telemáticos, afines o críticos, partidizados o presuntamente imparciales, reproducen, para alabar o censurar, cualquier cosa que sale de la boca presidencial, construyendo esa imagen de ubicuidad que le ha resultado, de una manera más bien extraña, en su beneficio, tal como pasa en Estados Unidos donde desde antes de ser presidente la imagen de Donald Trump, como bien anotó Noam Chomsky, se vio nutrida más que por los medios afines, por los grandes medios liberales como el Times y el Post, que a fuerza de criticarle le convirtieron en un personaje en extremo popular.