Don Languidio llegó a su casa con ánimo abatido. Le comentó a su esposa: «El médico me dijo que no puedo fumar, que no puedo beber vino, que no puedo hacer el amor». Preguntó muy intrigada la señora: «¿Cómo se enteró de esto último?»… «Selene» llamaban a la Luna los poetas. Ese nombre deriva del de la diosa que por la noche —según bella leyenda de la mitología griega— se dedicaba entre otras cosas a inspirar sueños de amor a los mortales y a producir el rocío de la mañana. Los hombres de la antigüedad pensaban que Selene, o sea la Luna, tenía habitantes, los selenitas. Pues bien: un selenita le dijo a su novia con amoroso acento: «¡Mira, mi vida! ¡Hay Tierra llena!»… Un sultán le contó a otro: «Anoche me dormí hasta después de las 4». Declaró el otro: «Yo generalmente después de la segunda me quedo bien dormido»… Don Chinguetas le preguntó a su esposa, doña Macalota: «¿Dónde están mis calcetines de golfista?». «¿Calcetines de golfista? —se desconcertó ella—. ¿Cuáles son ésos?». Precisó don Chinguetas: «Los que tienen 18 hoyos»… El padre Arsilio reunió a sus feligreses a fin de pedirles sus donativos para las obras de restauración del templo. Las aportaciones que le daban sus humildes parroquianos eran más bien módicas, hasta que de pronto se puso en pie la sexoservidora del pueblo y ofreció una sustanciosa suma que cubría casi la mitad del costo de las obras. El buen sacerdote vaciló. «Caramba —dijo rascándose la cabeza—. No sé si aceptar ese dinero. Me inquieta su procedencia». «¡Acéptelo, padrecito! —se oyó desde el fondo la voz de un feligrés—. ¡Procede de todos nosotros!»… Cuando era dueño de la gozosa inconciencia de la juventud viajé mil veces de aventón por la carretera 57 desde Saltillo a Piedras Negras, en mi natal Coahuila, o con rumbo sur hacia San Luis Potosí, Querétaro o la Ciudad de México. Ahora, menos afortunado, lo hago en mi automóvil. Y veo, como en aquellos años, una larga fila de trailers que van o vienen con su carga. «Son el cordón umbilical que mantiene con vida a nuestro país —me dijo en cierta ocasión un profundo conocedor de la realidad nacional—. Si ese desfile de camiones se detuviera alguna vez, pasaríamos hambre». Desde luego no hay en el mundo país que se baste a sí mismo en todos los aspectos. Estados Unidos, por ejemplo, no tiene suficiente guacamole los días de Super Bowl, y debemos acudir nosotros en su auxilio. Entiendo, sin embargo, que México sufre carencias en materia alimentaria que nos hacen depender en buena medida de la benevolencia de nuestros vecinos estadounidenses. Dice un proverbio popular: «El que te mantiene te detiene». En ese contexto arriesgo una teoría: un país sólo es verdaderamente independiente cuando se basta a sí mismo para la alimentación de sus habitantes. Hoy, este día, los mexicanos debemos preguntarnos: ¿somos realmente independientes?… Tu pregunta, insensato escribidor, me causó un repeluzno que me bajó por la espina desde la vértebra cervical hasta no quiero decir dónde. Disipa esa mala sensación con el relato de algún lene cuentecillo y luego, como los merolicos de antes, pasa a retirarte… Un viajero sufrió una descompostura en su automóvil al ir por un camino rural. Era ya muy tarde, y llovía copiosamente. A lo lejos el hombre vio una lucecita. Fue hacia ella y se vio frente a una casa a cuya puerta llamó con grandes golpes. Abrió un granjero, y el visitante le pidió hospitalidad por esa noche. «Podrá dormir aquí —le dijo el de la casa—, pero tendrá que compartir la cama con mi hijo de 18 años». «¿Hijo? —se amohinó el viajero—. ¡Joder! ¡Me metí en el chiste equivocado!»… FIN.
MIRADOR
El viajero ha estado en los antiguos puertos balleneros de Nueva Inglaterra: New Bedford, Nantucket Island, Martha’s Vineyard…
Desde que leyó «Moby Dick» fue seducido por el folclor de aquellos recios cazadores de ballenas que se jactaban de que con su oficio daban luz al mundo, pues el aceite que sacaban de sus presas, a las que perseguían por los siete mares, servía para las lámparas con que se iluminaban por la noche las ciudades y las casas.
Ahora nos parece infame la cacería de esos amables monstruos, las ballenas, pero en aquellos años del antepasado siglo las vidas de los balleneros —y sus muertes— inspiraban canciones, poemas y obras monumentales como la de Melville.
Cambian los tiempos y los hombres cambian. La eterna lucha de los hombres sigue, lo mismo que el heroísmo de quienes buscan el pan para sus hijos con riesgo de su vida.
Las casas en los puertos balleneros tenían un mirador desde cuya altura se podía otear la inmensidad del mar. Se llamaba «widow’s tower». La torre de la viuda. El viajero ve una de esas torres en una casa de Nantucket y se pone triste.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Bajarán los precios…».
Lo creeré cuando lo vea,
y si miro algo barato
pediré que salga el dato
en «Aunque usted no lo crea».