¿Saldrá Olga Sánchez Cordero de la Secretaría de Gobernación? ¿Llegará Raquel Buenrostro a Hacienda? ¿Sustituirán a Jorge Alcocer en la Secretaría de Salud? ¿Lograrán los duros en el equipo compacto del presidente Andrés Manuel López Obrador que mande al precipicio a Marcelo Ebrard? ¿Se irá a su casa Alfonso Romo, jefe de la Oficina del Presidente? ¿Se decidirá el Presidente por un militar, pese a la captura del ex-secretario de la Defensa, General Salvador Cienfuegos, como titular de la Secretaría de Seguridad Pública? O no habrá más movimiento que el provocado por la renuncia de Alfonso Durazo.
Las dudas se desvanecerán pronto –en el Senado y la Cámara de Diputados es otra lógica-, al haber establecido López Obrador el próximo sábado como plazo máximo para que decidan quiénes aspiran a un cargo de elección popular, para las macroelecciones del próximo año. Sin embargo, fuera de conocer cómo habría redefinido la correlación de fuerzas internas, será irrelevante por dos razones:
1.- López Obrador ha roto con lo establecido, y no juega con las fases y los tiempos convencionales de antaño, que establecían que los compromisos de campaña que se habían pagado con cargos en el gabinete, caducaban a los dos años. Después de ello, el Presidente integraba a todos los colaboradores con los que pensaba consolidar lo que había hecho y preparaba el terreno para las elecciones intermedias. Un tercer cambio en el gabinete se daba en la pista de despegue de la siguiente elección presidencial, donde hacía los ajustes para arropar y fortalecer a su candidato.
Asimismo, un cambio en el gabinete significaba un ajuste en la política que se había llevado a cabo para reorientarlo y resolver las fallas que se hubieran dado por diferentes razones. Era como un relanzamiento del Gobierno, donde el cambio de nombres le daba frescura y le volvía a abrir espacios de maniobra política. Con López Obrador, esta racional es inexistente. Hay secretarias o secretarios de Estado que son absolutamente prescindibles –a veces ni siquiera se acuerda el Presidente de sus nombres-, quienes para poder tener un acuerdo con él tienen que ir a las seis de la mañana a esperarlo tras la reunión del gabinete de seguridad y tratar de capturar su atención en los pasillos de Palacio Nacional.
2.- El gabinete, para López Obrador, es como la Carabina de Ambrosio, ese andaluz del Siglo XIX a quien nadie tomaba en serio, porque se dedicaba a robar con una carabina sin pólvora. De ahí viene la frase que significa inutilidad y que no sirve para nada. Por diseño, López Obrador no opera bajo la arquitectura y las líneas de mando de un gabinete formal. No es nuevo. Desde que era jefe de Gobierno en la Ciudad de México, se apoyaba en dos o tres personas máximo para operar, y durante mucho tiempo, una de ellas, René Bejarano, ni siquiera formaba parte del gabinete. A él le encargaba los asuntos políticos más delicados, como en la actualidad hace con otro no miembro del gabinete, Julio Scherer, consejero jurídico de la Presidencia.
Scherer tiene bajo su responsabilidad asuntos que le tocan a Gobernación, como las relaciones políticas con gobernadores, legisladores y la Suprema Corte, pero ha resuelto problemas con la disidencia magisterial, en beneficio del secretario de Educación, Esteban Moctezuma, y se ha metido a ver asuntos con empresarios, junto con el secretario de Relaciones Exteriores, que le correspondían al secretario de Hacienda o a la Secretaría de Economía, cuyas funciones también han sido divididas con Alfonso Romo, el jefe de la Oficina de la Presidencia, que es el colaborador presidencial más clandestino que ha existido en la memoria. Otro secretario, el de Defensa, el General Luis Cresencio Sandoval, ha sustituido en los hechos al secretario de Comunicaciones y Transportes como el gran constructor federal, y resuelto problemas logísticos para otras dependencias, como la Secretaría de Salud, o urgentes, como vestir a los soldados de policías.
Si el Presidente decidiera hacer ajustes en su gabinete, de poco serviría. De hecho, podría resultarle contraproducente en algunos casos. Por ejemplo, si saliera Sánchez Cordero de Gobernación, ¿quien entrara no buscaría ejercer el poder de su despacho y no ser un simple accesorio al que López Obrador hace pasar vergüenzas permanentemente por su desdén y desinterés? O si decidiera elevar a Hugo López-Gatell a la titularidad de la Secretaría de Salud, ¿no distraería a su zar del coronavirus en asuntos burocráticos que puede seguir cumpliendo Alcocer, quien, en lo esencial, es chalán del subsecretario?
Toda la semana ha sido de dudas en Palacio Nacional sobre si se hacen o no los movimientos en el primer nivel del Gobierno, en particular porque no muchos tendrían pista en dónde aterrizar, salvo Sánchez Cordero, que es senadora con licencia. Los ajustes, en todo caso, serían tácticos, en función de aspiraciones electorales –donde no hay muchos prospectos realmente en el gabinete-, y tan son irrelevantes, que para el Presidente le ha resultado innecesario hacerlos, pese a haber pensado hace tiempo en algunos, por ejemplo, en sustituir a la secretaria de Economía, Graciela Márquez, o en aceptarle la renuncia a Romo. Si hubiera relevo en Hacienda, en nada impactaría en la política económica o energética, que es lo mismo que sucedería en todos los casos, salvo en el gabinete de seguridad y en Relaciones Exteriores.
El Presidente no necesita de un ajuste de gabinete, porque no va a cambiar ninguna de las políticas que él mismo trazó e impuso a sus colaboradores. Tampoco necesita refrescar el gabinete, que salvo excepciones, es inexistente ante la opinión pública. Mucho menos aún, relanzará su gobierno. Lo único que mostraría con un ajuste, si lo hay, es cómo redefine él mismo la correlación de fuerzas internas, y a quién castiga y a quién premia. Fuera de eso, nada sustantivo habrá que esperar.
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