Quien sí y quien no felicitó a Joe Biden por derrotar a Donald Trump en las elecciones presidenciales, se convirtió mundialmente en un juego de espejos entre quienes celebraron el triunfo del demócrata y quienes lo lamentaron, en una división que fue más allá de la ideología —como subraya el saludo del presidente Nicolás Maduro al presidente electo—, y se volvió en un juego geoestratégico.
Los europeos, con quienes Trump se enfrentó, lo celebraron rápidamente, sin olvidar que el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, con quien peleó de manera regular, fue el primero en hacerlo. Los autócratas guardaron silencio. El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, que jugó con Trump todo el tiempo, tardó 12 horas en reconocer la victoria de Biden, y el presidente Andrés Manuel López Obrador, entregado a él, en lugar de entender con el cálculo político del israelí la nueva realidad, salió con una gracejada.
“Vamos a esperar que se terminen de resolver todos los asuntos legales, no queremos ser imprudentes, no queremos actuar a la ligera y queremos ser respetuosos de la autodeterminación de los pueblos y respetuosos del derecho ajeno”, dijo López Obrador. “Queremos esperar a que legalmente se resuelva el asunto de la elección en Estados Unidos”. El Presidente cometió con esto un error fundamental: en Estados Unidos, a diferencia de México, no hay una autoridad electoral central que dé resultados definitivos. Los medios de comunicación no cantaron la victoria mediante encuestas de salida, sino a partir de la información del cómputo en cada Estado.
La información era oficial, y las impugnaciones, por lo que se desprende, no serían suficientes para cambiar el rumbo de la elección. Los medios estadounidenses señalaban desde el sábado por la noche que en la Casa Blanca estaban analizando si había suficiente evidencia para poder ir a tribunales y revertir el resultado del voto, ante el riesgo de que Trump terminara como un perdedor ardido y liquidara el resto de su herencia política. Funcionarios mexicanos revelaron que López Obrador había sido informado en las vísperas que la elección iba a ser cerrada y que, en caso de perder, Trump no reconocería su derrota.
Es decir, su negativa a reconocer la victoria de Biden no fue elaborada el mismo sábado. Los diferentes escenarios sobre los resultados de la elección fueron planteados durante la semana en Palacio Nacional, y la razón por la cual se demoró tanto en darla a conocer, de acuerdo a la información proporcionada por los funcionarios, tendría que ver con el debate interno donde se partieron las opiniones de los principales asesores de López Obrador en política norteamericana.
Por un lado estaba el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, quien de acuerdo con lo que ha trascendido de Palacio Nacional, hizo fuertes alegatos a favor de que si ganaba Biden, el Presidente no debía felicitarlo hasta que terminaran todos los procesos judiciales. Por el otro lado se encontraban el coordinador de asesores de López Obrador, Lázaro Cárdenas, quien vivió una larga temporada en Washington y conoce la forma como funciona la política en ese país, y la embajadora de México en Estados Unidos, Martha Bárcena, que opinaban lo contrario. La discusión se prolongó hasta el sábado y perdieron Cárdenas y Bárcena, imponiéndose Ebrard.
López Obrador le hizo caso a quien menos entiende de política estadounidense, quien extrapoló incorrectamente la forma como opera el sistema electoral en esa nación, a México. Adicionalmente, el fraseo de la declaración fue desafortunado. La manera como se redactó sugiere que hubo irregularidades que podrían hacer de esta elección un proceso fraudulento, que es exactamente lo mismo que alega Trump, y que los líderes que felicitaron a Biden fueron imprudentes, oportunistas e irrespetaron los asuntos internos de Estados Unidos. Nadie en el mundo piensa así.
La declaración no sólo rompió un plato, sino toda la vajilla. En su error, Ebrard llevó al Presidente a cometer el suyo, y lo colocó en el lado de los autócratas del mundo. Sin imitar su retórica, López Obrador se puso en la trinchera del primer ministro derechista de Eslovenia, Janez Jansa, que dijo que estaba claro que Trump había ganado la elección. Su posición acompañó a la de los autócratas Vladimir Putin de Rusia, Xi Jingpin de China, Jair Bolsonaro de Brasil y Recip Erdogan de Turquía, difícilmente las mejores compañías para quien se dice demócrata.
El trumpismo de López Obrador, alimentado por Ebrard, nubló la inteligencia. El presidente cubano Miguel Díaz-Canel dio una muestra de ella, y sin felicitar a Biden, reconoció su victoria y confió en tener una relación “constructiva” con él. Aliados de López Obrador en América Latina actuaron de manera clara, tendiendo puentes para lo que viene, como Alberto Fernández de Argentina, y Luis Lacalle de Uruguay.
No se necesitaba tener un sofisticado pensamiento estratégico, sólo sentido común. La Cancillería no procesó correctamente la información que tenía sobre las elecciones, al decir por la posición trumpista de Ebrard en Palacio Nacional, ni realizó un análisis acertado de las consecuencias de que el principal socio comercial de Estados Unidos, optara de manera ignomiosa meterse en la trinchera de un Presidente que está siendo criticado acremente en su país, incluso por republicanos prominentes, por desconocer el resultado de las elecciones que de acuerdo con todos, salvo los trumpistas, se desarrollaron correctamente y dentro de los parámetros de la legalidad.
Se desconoce si este error político-diplomático tendrá consecuencias. Se puede argumentar que en la relación bilateral no, aunque sufrirá cambios —de lo que se hablará en otra columna—, pero no se puede saber si personalmente habrá algún efecto. En todo caso, López Obrador dejó claro que su corazón y su cabeza está con Trump, un autócrata que dividió a su país, lo polarizó, lo enfrentó y lo sigue tratando de destruir. Esto no será fácil de digerir en Washington.