El frío de la madrugada despertó a Leticia, estaba en la orilla de la cama arrinconada contra la pared, acostada en posición fetal. Estuvo unos segundos en silencio, trató de apartar los tristes pensamientos de su mente, pero fueron llegando cómo suave llovizna y después como impecable tormenta, comenzó a llorar en silencio.
Creyó que nadie escucharía que estaba llorando. Se abrazó a una almohada y dejó salir su tristeza. De madrugada la soledad pega más fuerte. El silencio aturde y el frío se encaja entre los dedos de los pies.
Intentó ahogar sus sollozos contra la almohada húmeda de lágrimas y secreciones nasales.
Los nudillos de la mano de su madre tocando suavemente la puerta de madera de su habitación, mientras repetía como un arrullo su nombre, la hicieron detener, poco a poco, su solitario llanto.
Después de seis “¡toc!, ¡toc!”, Leticia se levantó de la cama, abrió la puerta y su mamá entró con una taza de té de valeriana.
La mujer no le dijo nada. Caminó y extendió la taza a su hija, ella tomó con ambas manos el recipiente caliente, y por unos instantes la mamá se quedó cubriendo las manos de su hija con las suyas, sin verla, sin decir nada, sus ojos se clavaron en los pies descalzos de la joven y de sus labios apenas salió un “¡ay hija!”.
Casi en suplica le pidió: “Tómatelo”.
Leticia, todavía de pie, apenas dio un primer sorbo mientras el vapor de la taza le pegaba en la nariz y sus ojos cerrados.
Mientras bebía del té, su mamá secó el leve rastro de lágrimas que había en su flaco rostro, apartó los cabellos castaños que se le habían quedado pegados en las mejillas y frente.
La señora encendió la luz de la pequeña lampara con figura de bailarina de ballet y se sentó ahí, sin decir nada, sin voltearla a ver.
Extravío su mirada por las paredes, recorriendo los cuadros, recordando lo mucho que esa habitación cambió desde que Leticia era una bebé, luego una juguetona niña, la guerrera adolescente que soñaba con devorar el mundo, y la joven a la que poco a poco dejó de ver en ese lugar, en casa.
Leticia, sentada en la orilla de la cama, siguió tomando el té de valeriana. Mientras en su mente desfilaban imágenes de su madre, la mujer que en silencio fingía no verla desde la silla del tocador.
Ella también había escuchado a su madre llorar en su habitación, pero nunca le llevó un té. Al día siguiente la mujer se despertaba cómo si nada hubiera pasado, la descubría en la cocina preparando el desayuno y alistándose para el trabajo mientras bebía café.
-¿Mamá?
-Dime, Leticia…
-¿Ya no extrañas a papá?
-Todos los días lo extraño.
-¿Cómo lograste seguir después que él se fue?
-No tenía otra opción.
-¿Fue difícil?
-Es difícil.
-¿Cómo lo has logrado?
-No lo he logrado.
La mujer encendió un cigarro.
-Leticia, cuando él supo que iba a morir me pidió no rendirme y sentí miedo, y nunca he dejado de sentir miedo. Tú eras apenas una niña cuando lo desahuciaron y le preocupaba que no fueras a recordarlo, que lo fueras a olvidar, que algo malo nos pasara a las dos y no estuviera aquí para cuidarnos. Lloramos y nos abrazamos, los dos sentimos miedo. No hay día que no sienta miedo. Es un miedo constante a qué algo te pase.
-Mami…
-Cuando te escucho llorar en las noches tengo miedo que vayas a hacer algo y no logre evitarlo. Quisiera saber qué piensas, qué sientes, que palabras decirte para que sepas que no estás sola, pero no sé qué ocurre en tu mente. Te traigo un te para que sepas que estoy aquí y para estar a tu lado.
La mujer siguió fumando.
-Leticia, tu papá vendía libros y apenas salía una enciclopedia la compraba pensando que algún día la usarías. Murió antes de que tú aprendieras a leer y escribir. Se enojó porque supo que moriría sin verte crecer. Luego se resignó, pero fue casi al final, ya cuando se quedó sin fuerzas para levantar un vaso y beber agua. Se disculpó por abandonarnos, porque su cuerpo perdió la batalla y rogó por no heredarte su enfermedad.
La inmensa mayoría de las enciclopedias solamente acumulan polvo. Siguen ahí esperando que algún día Leticia se sienta interesada en leerlas, cuando las abra descubrirá los textos que su papá dejó para ella.
La mujer terminó el cigarrillo.
-Leticia, termina el té. Lava la taza y date una ducha con agua caliente. Báñate, deja que el agua se lleve lo que has sudado y llorado. Perdona y perdónate. Está por amanecer, sal a que te dé el sol, camina y agradece a la vida, el mundo no se ha detenido ni se detendrá. Haz que tu papá se sienta orgulloso de ti, mocosa.