«Mujer hermosa. Departamento de lujo. Coche deportivo del año. Dinero en abundancia. Todo lo tenía yo. Pero un día se apareció mi esposa y…». El recién casado le propuso a su flamante mujercita: «Tengo una idea, mi vida. Salgamos esta noche a divertirnos». «¡Fantástico! -se alegró ella-. Si regresas antes que yo deja encendida la luz de la entrada»… Reír de alguien no es lo mismo que reír con alguien. Lo primero es burla, escarnio; lo segundo es alegría, amor. Algunos se reirán de mí cuando diga que extraño mucho las peregrinaciones en homenaje a la Guadalupana, suspendidas -y con razón- por causa del coronavirus. Desde los tiempos de la juventud he peregrinado, solo y mi alma, en los días cercanos a la fiesta de la Virgen. Lo hice primero en mi ciudad, Saltillo, desde la Catedral de Santiago hasta el Santuario de la Morenita; luego en la Ciudad de México, desde el Zócalo hasta la Basílica, y finalmente en Monterrey, desde la Alameda «Mariano Escobedo» hasta el bello templo guadalupano, basílica también, cuya moderna arquitectura evoca al Cerro de la Silla. Soy católico bastante heterodoxo -o heterodoxo con bastante catolicismo-, y aunque no merezco ser parte de la Iglesia le soy fiel y conservo sus hondas tradiciones, lo mismo que las de México. Ambas tradiciones son guadalupanas, por eso no dudo en proclamar a los cuatro vientos mi devoción a la Virgen Morena, que más de una vez me ha cubierto con su manto -indigno yo- en horas de zozobra o sufrimiento. ¿Que algunos se reirán de mí porque digo esto? Muy su risa. Y muy mi devoción. Cada uno con lo suyo, y paz en todos. Por eso escribo, aunque me pese, que es atinada la medida de cancelar las peregrinaciones, y que considero muy riesgoso abrir en estos días, especialmente el 12 de diciembre, los santuarios de la Guadalupana, sobre todo la Basílica del Tepeyac. El solo anuncio de que sus puertas estarán abiertas dará origen a grandes aglomeraciones. De poco o nada servirán todas las precauciones que se tomen. El riesgo que representa la pandemia sigue siendo grave, y en estos casos debe imponerse la prudencia. Aquéllos que tienen fe en la Virgen llevan en el alma un santuario para ella. Ahí le pueden rezar sin exponer su vida y la de los demás. Ciertamente no olvido la letra del hermoso himno guadalupano que en México se canta con la vibrante música de la Marcha Real de España: «La Guadalupana es nuestra gran señora, con tal protectora no hay nada qué temer.». Sólo que esas palabras hacían alusión a los peligros que enfrentaban los guadalupanos en los tiempos de la Guerra Cristera, y no tienen relación con los que afrontamos hoy por la epidemia. Que a todos nos cubra el manto de la Virgen. Si estamos bajo él no necesitamos ir a ninguna parte. Ni que nos lleven. Don Jenizario, el jefe de la policía del pueblo, le avisó a su esposa que esa noche no dormiría en casa, pues le tocaba guardia. Por fortuna uno de sus asistentes se ofreció a suplirlo, de modo que llegó a su domicilio poco antes de la media noche. En la oscuridad de la alcoba procedió a desvestirse para meterse en la cama. En eso le preguntó su esposa: «¿Eres tú, Jeni?». «Sí, soy yo -contestó él-. ¿Quién más podría ser?». Le dijo la señora: «Tengo un terrible dolor de cabeza. Ve a la farmacia a traerme un frasco de aspirinas». En la oscuridad se volvió a vestir el hombre, fue a la farmacia y pidió el medicamento. El farmacéutico le preguntó: «¿No es usted don Jenizario, el jefe de la policía?». «Así es» -replicó el hombre. «Discúlpeme -le dijo el de la farmacia-. Al principio no lo reconocí con ese uniforme de jefe de bomberos». FIN.
MIRADOR
Aún no llega el invierno, pero las noches en el Potrero de Ábrego ya son invernales.
Arde la leña en el fogón de la cocina, y borbollea en la olla el agua para hacer el té de menta o yerbanís. La sobremesa es larga después de acabada la cena; con algo hay que acompañarla.
Doña Rosa cuenta una más de las muchas cuentas que con ella tiene don Abundio, su marido. Oímos su relato mientras bebemos a tragos lentos nuestro té.
-Este cabrón se conchabó con la tal Mencha, la esposa del compadre Mino, y le dijo que esa noche la esperaba en la cuestecita. Haría como coyote para avisarle que ya estaba ahí. Pasadas las 11 empezó a aullar: «Au, au». Salió el marido y le dijo: «Cállese y váyase, compadre. Yo también he sido coyote».
Menea la cabeza don Abundio y dice con enojo:
-Vieja habladora.
Doña Rosa hace con índice y pulgar el signo de la cruz, se lo lleva a los labios y jura con solemnidad:
-Por ésta.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«…Alfonso Durazo no es conocido en Sonora…»
Los que el caso consideran
dicen en tono pausado:
«Pues es muy afortunado.
Malo si lo conocieran».