Claudia Sheinbaum llegó a la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México mediante un proceso de elección popular. Goza de legitimidad plena, lo cual ha ido despilfarrando, porque no se quita la cadena de plata que la tiene atada a las ideas, ocurrencias, caprichos y órdenes del presidente Andrés Manuel López Obrador. Sheinbaum no ha actuado como gobernante autónoma, sino como una subordinada donde ha antepuesto a los residentes de la Ciudad de México a las decisiones políticas que le dictan desde Palacio Nacional. Ello, antes de la pandemia, ya le había provocado problemas a la economía de la capital. Hoy se le multiplicaron las crisis por sumisa.
Sheinbaum está enfrentando varias a la vez. La del coronavirus, donde los contagios se han acelerado, con lo cual se saturó el sistema hospitalario de la capital -donde quedan menos de 200 camas disponibles-, actualmente empatada con la de los restauranteros, centenares de quienes ayer lunes, en desafío a su autoridad discrecional –las fondas y los mercados no fueron tasados con la misma norma de cerrar para evitar la propagación del Covid-19-, abrieron sus locales ante la disyuntiva de desobedecer o desaparecer. Finalmente, el colapso del Metro, que tarde o temprano iba a suceder, por falta de mantenimiento.
La jefa de Gobierno capitalina se ganó a pulso las crisis. Los contagios se dispararon porque sucumbió a las presiones de Palacio Nacional para no llevar la ciudad a semáforo epidemiológico rojo durante casi un mes, porque el Presidente lo prohibía para no afectar aún más la actividad económica. Se tuvo que hacer, ante el agravamiento de la situación que se les salió de las manos a las autoridades, y volvieron a bajar la cortina de los establecimientos comerciales. El desafío de los restauranteros y la molestia de quienes tienen negocios es porque, como señalaron el lunes, de no hacerlo morirían al cerrarlos –ya lo han hecho decenas de miles en la capital- y tener que despedir a su personal –que ha sucedido con más de 100 mil personas-.
Esta crisis económica es más profunda porque, como lo hizo su jefe López Obrador, no hubo apoyos o estímulos serios. El deseo del Presidente es que los negocios se sostengan por sí mismos, a cuyo pensamiento se alineó Sheinbaum, con apoyos marginales e insuficientes, incurriendo en lo que su jefe López Obrador hizo: no gobernar. Programas extraordinarios, como aplazar el pago de impuestos como pedían los empresarios en un principio para sortear la crisis, mantener el empleo y evitar la muerte de sus negocios, con lo cual terminarían de perderse los trabajos, fueron desoídos, tildando esas propuestas López Obrador de búsqueda de privilegios.
Nada más lejano a esa apreciación ramplona. El Gobierno de México es el peor calificado entre las grandes economías del mundo en materia de apoyo a las empresas, que se deriva del reduccionismo del Presidente, seguido ciegamente por Sheinbaum, de que los estímulos beneficiaban sólo a los dueños de los negocios y no a los trabajadores. Esa incapacidad para ver el bosque fue acompañada por acciones inhibitorias, como utilizar al fisco como instrumento de presión extralegal –hay empresarios que se inconformaron porque les cobraban impuestos que no debían, a quienes les dijeron que pagaban lo que les exigían o les abrirían procesos penales-, o linchamientos públicos en las mañaneras. El resultado es la crisis económica que se vive sin un claro plan para salir de ella.
López Obrador se comporta como un señor feudal al cual sus súbditos tienen que pagar tributo para que no los aplaste. Todo ese dinero, más lo generado por el achicamiento de su gobierno y los más de 300 mil millones de pesos que le dejó la administración de Enrique Peña Nieto, se los ha gastado en sus proyectos estrella, programas socioelectorales, o extravagancias irresponsables como estímulos para su deporte favorito: el beisbol, y en algunos cuyo destino final no alcanzamos a ver, como toda la inyección de recursos para ganar la elección federal este año. El dinero no lo ha utilizado para mejorar al Gobierno, sino para mantener su imagen y fortalecer las posibilidades de Morena en las urnas.
Al Gobierno y a todos los gobiernos locales, los ha apretado, secado sus finanzas el año pasado, y provocándoles probablemente una anemia en este 2021. Uno de los apretujones que dio fue a los recursos que pidió Sheinbaum para el mantenimiento del Metro, pero fue bateada por la Secretaría de Hacienda por instrucciones de López Obrador, quienes no vieron que la desatención a ese sistema de transporte colectivo podría causar un colapso en la capital. Si Sheinbaum lo tenía entre sus escenarios, no peleó por los recursos y autorizó que desapareciera el área de mantenimiento del Metro y que la directora del sistema asumiera esas funciones. Pensar en tener tranquilo y contento a su jefe López Obrador, hizo caminar a Sheinbaum en el terreno del absurdo.
La jefa de Gobierno se alarma, se desespera, quiere hacer cosas diferentes, pero no la dejan. Patalea y se indigna, pero obedece. La realidad y el desbordamiento de los problemas es lo que ha persuadido a López Obrador a rectificar gradual y ligeramente, como en el caso del semáforo rojo, no a sus necesidades como gobernante. Sheinbaum ha traicionado a quienes votaron por ella, porque no actúa de manera independiente del Ejecutivo federal, sino como comparsa de López Obrador, quien ejerce sobre ella una presión moral que supera la responsabilidad que tiene con sus gobernados.
Ese sometimiento no la hace ser una jefa de Gobierno real, sino una regenta que administra la capital federal de acuerdo a los deseos y las órdenes de López Obrador. Será ella, no su jefe el Presidente, quien pagará los costos de esta crisis múltiple que enfrenta, que le dejará también una marca de peón indeleble que cargará hasta 2024, en la definición de la sucesión presidencial.