Don José era carpintero. Cosas del nombre, a lo mejor. Viudo y sin hijos —sobre todo sin hijas—, presintió el aire frío de la ancianidad. Pensó entonces que debía buscar quién lo cuidara. Puso los ojos en cierta doncella entrada en años y le declaró con sinceridad su pretensión: necesitaba alguien que viera por él en sus postreros días. A cambio, le brindaba los últimos fulgores de su sol (así le dijo en frase que tardó varios días en acuñar), y además el goce de sus bienes, primero como esposa y luego como única heredera. Aceptó ella la propuesta, y se casaron. Solía de vez en cuando el carpintero correrse una parranda. Llegaba entonces a su casa en horas de la madrugada, dormía la mona hasta muy bien entrada la mañana y retornaba luego a su labor. Aquí no ha pasado nada. Cierto día, sin embargo, no llegó a dormir. Amaneció la mañana, y de don José ni sus luces. Lo esperó su señora hasta que sonaron las 12 del mediodía en el reloj del templo parroquial, y salió entonces a buscarlo. Le dijeron que estaba aún en la cantina. Entró ella en el establecimiento. Ahí estaba, en efecto, el carpintero, rodeado por sus contlapaches. Don José vio entrar a su mujer, y eso lo molestó. La reprendió con ásperas palabras, desusadas en él, pues era de natural pacífico. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Por qué lo iba a buscar en ese sitio reservado a hombres? «Pero, José —trató de justificarse la señora—. Tú mismo dices que te casaste conmigo para que te cuide». Replicó él, hosco: «Para que me cuides, sí, pero no para que me andes cuidando»… Hay en esa frase una gran sabiduría. En efecto, una cosa es cuidar a alguien y otra muy diferente es andarlo cuidando. Lo primero entraña solicitud y afecto; lo segundo es fastidio, pesadez. Lo mejor de nuestro ángel de la guarda es que no se deja ver: si lo miráramos de continuo a nuestro lado no tardaríamos en pedirle que se fuera con sus cuidados a otra parte. En otro orden de cosas, se supone que el Estado debe procurar el bien de la persona humana. Tal es su teleología, su fin último. Sin embargo, un Estado omnipresente se vuelve opresivo, y lo opresivo algo tiene de opresor. Debe haber Estado —su existencia es necesaria—, pero no demasiado Estado, pues entonces surge ese Leviatán que decía Hobbes, una especie de monstruo formado por personas que atentan contra la persona. En México, hoy por hoy, esa manifestación del Estado que es el Gobierno se está haciendo notar demasiado. Su continua presencia se manifiesta cada día en declaraciones absurdas y decisiones irresponsables. Como en el cuento, el Gobierno es para que nos cuide, no para que nos ande cuidando, es decir, no para que esté sobre nosotros como una presencia imposible de sacudir. No pedimos, desde luego, un Gobierno de Laissez faire, laissez passer, de dejar hacer, dejar pasar. Eso pertenece a un pasado liberalista irrepetible. Queremos, sí, un Gobierno que mire por la comunidad sin agobiarla y que no pretenda resolver todos sus problemas con palabras… «Hija mía —decía una sabia señora a su hija—. Aprende que el único cambio que una mujer puede lograr en un hombre es el de pañales, cuando bebé»… Se le cayó el caldo al señor en el regazo, y su esposa dio grandes muestras de alegría: empezó a aplaudir jubilosamente y a saltar en su silla con regocijo inusitado. «¿Por qué te alegras de que el caldo se me haya caído entre las piernas?» —protesta el marido con enojo. Responde entusiasmada la mujer: «¡Porque ése es el caldo que dices que levanta muertos!»… FIN.
MIRADOR
Los árboles ejercen un silencioso magisterio. Yo procuro aprender las lecciones de esos filósofos inmóviles. He aquí la última que me enseñaron.
En el invierno, cuando no tienen sol para nutrirse, los árboles ahondan sus raíces en busca de los dones ocultos en la tierra. No crecen hacia afuera; sus desnudas ramas no muestran hoja o flor. Crecen por dentro, sin ser vistos de nadie, y en el silencio y en la soledad se guardan a sí mismos y se disponen a alcanzar su plenitud.
Deberíamos los hombres ser como ellos: en los inviernos de la aflicción, la soledad o el dolor, cuando no hay sol de dicha en nuestras ramas, deberíamos crecer hacia lo hondo de nuestro propio corazón, y en el silencio de nosotros mismos hallar la plenitud humana, hecha de amor, de bien y de verdad.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Los mexicanos siguen recurriendo a hierbas para curarse, en vez de utilizar medicinas de patente…».
Aunque no sé de estas cosas
me gustan las cuentas claras:
las hierbas son menos caras.
(También menos peligrosas).