“El paisaje mexicano huele a
sangre que es lágrima del alma”.
José Vasconcelos
Así huele el paisaje mexicano, en este sexenio de odio y polarización, en el que la atemorizada democracia se hace cada vez más pequeña ante la embestida de un Gobierno que llegó disfrazado de demócrata y sólo le bastaron dos años para desnudar su verdadero rostro. Ya se quitó la careta para mostrarse tal cual es, un Gobierno autócrata, despótico e insensible ante las tragedias, mientras que otro poder, el del plomo y la plata, encarnado por el narco, determina un rumbo del país, el de su soberanía territorial, controlando desde Gobiernos hasta recursos naturales.
La hoguera está encendida y diariamente desde el púlpito presidencial se aviva el fuego del odio de los favorecidos con el dinero de la dádiva presidencial disimulada de programas sociales contra los llamados despectivamente “conservadores”, que aportan con sus impuestos el dinero que redime las penurias económicas de un país que creció en más de diez millones de pobres porque agotó la confianza en las inversiones, quebrantó el Estado de Derecho y redujo la cultura del esfuerzo del proletariado a la de recibir dinero.
Ello, por ser mexicano, por ser pueblo, por comulgar con su odio y sin razón de destruir lo construido en una inagotable sed de venganza contra los que más tienen y que lo mantuvieron por más de cinco décadas sin que trabajara.
Amenaza con la espada de Damocles a los candidatos opositores a su partido, en franca violación a la ley, auspiciando investigaciones por presuntos delitos electorales que sólo observa en la oposición porque los suyos “son diferentes”.
México está amenazado por la víspera de las elecciones más grandes de la historia, vive diariamente, a cada hora atemorizado, ya por la metralleta mediática del púlpito presidencial que exige encierro o destierro a sus “adversarios”, o por el plomo o la plata; el plomo de las balas asesinas de la delincuencia organizada que “despeja” con sangre a su opositor, o por la quemante y comprometedora plata de los poderes fácticos que hacen ganar una elección.
Ni las muertes conmueven al Presidente. La más reciente, la de Abel Murrieta Gutiérrez, candidato a presidente municipal de Cajeme, en Sonora, por el partido Movimiento Ciudadano, asesinado mientras repartía volantes a plena luz del día, fue pretexto para reñir (como es costumbre) con los dirigentes del partido naranja porque lo acusaron de las fallas estructurales de su Gobierno en materia de “seguridad” y “combate” al crimen organizado, y cómo no acusarlo, si la empresa Etellek Consultores, en su “Cuarto Informe de Violencia Política en México 2021”, refiere que el proceso electoral federal concurrente de 2021 es ya el segundo más violento desde el año 2000. La consultora registró 476 hechos delictivos en contra de políticos y candidatos, con un saldo de 443 víctimas, 79 de ellas mortales (12 eran mujeres). La cifra de 443 víctimas globales equivale a un incremento del 64% en comparación al mismo período del proceso electoral 2017-2018.
Aunado a lo anterior, el estudio establece que el riesgo de las elecciones con el clima de violencia e intimidación hacia los candidatos es que “compromete la independencia, autonomía e integridad de las futuras autoridades electas, en donde algunos candidatos podrían acceder al poder mediante el uso de métodos violentos en contra de sus adversarios, lo que a mediano plazo podría traducirse en autoridades corruptas”.
Otro estudio, el de Integralia Consultores, refiere que 149 familias han sido enlutadas de septiembre a la fecha, homicidios todos relacionadas con las elecciones, las más sangrientas de las que se tenga memoria; con 32 candidatos asesinados; ex-candidatos (5), líderes partidistas (4), funcionarios municipales (28), ex-funcionarios (17), funcionarios federales y estatales (14), activistas (10), periodistas (4), militantes de partidos (4), jueces (3), presidentes municipales (3) y otros (25).
El señor de las “mañaneras” (sic) como cronista e historiador de las nuevas generaciones debiera recordar que la insana sed de la hegemonía política llevó a la tumba a Francisco I. Madero, el “Apóstol de la democracia”, a Venustiano Carranza, “El varón de Cuatro Ciénegas”, al jefe de la División del Norte Francisco Villa, al caudillo del Sur Emiliano Zapata y al “manco” Álvaro Obregón. Más reciente, las muertes de Carlos A. Madrazo, entonces dirigente del PRI que pretendió democratizarlo, de Manuel Clouthier “Maquio”, opositor al régimen priísta y al sacrificado candidato a la presidencia de la república por el PRI, Luis Donaldo Colosio Murrieta. Todo por mantener el statu quo.
Las cifras no las ve el Presidente, o no las entiende, o no le interesan, porque como es su costumbre “evadir” los problemas, sólo “atina” -ni siquiera acierta- a culpar a los demás y el pasado que lo persigue hasta en sus sueños.
La sangre no es opción, la democracia sí.