Me gusta escuchar el ruido de las teclas cuando las aporreo. A veces creo que llevo ritmo y en ocasiones percibo que parece un simple golpeteo sin ton ni son. No escribo a la velocidad en la que pienso las frases y eso me desespera.
En ocasiones me descubro escribiendo en mi mente las frases de mis amigos al tiempo que ellos hablan. Ellos charlan y dibujo en mi imaginación sus palabras. Otras veces tecleo los diálogos de las películas con las yemas de mis dedos sobre mis piernas en una imaginaria máquina de escribir.
Alguien dice una frase que me parece interesante y la repito varias veces en voz alta. Luego les pregunto si esa oración es creación de ellos, si la leyeron en algún lado o alguien más la dijo, una de las últimas que me gustó fue: “Me gusta pelear porque siempre gano”.
Me recuerdo leyendo la enciclopedia en la sala de mi tía Coco, en especial el libro aquel donde hablaban de las antiguas civilizaciones y sus avanzados conocimientos. Cuando regresaba a casa, después de leer aquellas páginas y ver esas fotografías, pensaba en aquellos que existieron hace siglos y que hoy ya no están aquí.
Me inquietaba la idea de que algo grande había pasado siglos atrás y nosotros no hacíamos nada al respecto. Volteaba al cielo, veía las estrellas y me sentía más miserable. Tenía siete años de edad y me molestaba la idea de tener que ir a la escuela cuando lo que deseaba era viajar a conocer las ruinas de esas civilizaciones.
Fue en esa época cuando murió una vecina, toda la chiquillada, sin nada que hacer, fuimos al sepelio con el pretexto de acompañar a uno de los nietos que era parte de la bolita de niños que nos juntábamos a jugar en la calle.
Al final de la ceremonia, cuando ya estaba el cuerpo dentro de la fosa cubierta con tierra, una mujer lloraba a grito tendido sobre la tumba, escarbaba con sus manos mientras sus familiares trataban de levantarla. Me quedé ahí parado viendo la escena hasta que lograron llevársela.
De regreso, ya en casa, le pregunté a mi mamá por qué esa mujer lloraba así y por qué escarbaba, ¿a poco quería sacar a la muerta de la tumba?
Mi no santa madre me regañó por andar “de chile frito” en un sepelio. Olvidé que no le había pedido permiso y ni siquiera le había avisado que iba a ir, nomás me trepé al camión junto con los demás niños del barrio y nos fuimos al panteón.
Luego me explicó que quizá esa señora sentía culpa o no alcanzó a decirle algo a la mujer que falleció, que por eso era bueno decir las cosas y no guardárselas.
Y así, sin ton ni son, comienzo escribiendo de una cosa y termino con otra. Suelo divagar, distraerme, dicen mis hermanos que se me brinca la cadena.
El chiste es que me gusta escuchar el sonido de las teclas cuando escribo. Antes de comprar un teclado lo aporreo en la tienda para ver qué tal se escucha, como si fuera a comprar un piano y no una barra con letras y números.
Esa noche, la del sepelio, cuando estaba cenando leche y galletas, mi mamá me preguntó por la señora que lloraba y gritaba sobre la tumba. Me recitó muchos nombres de vecinas, pero yo no sabía quién era la mujer, no supe decirle quién era la que escarbaba con sus manos la tierra del panteón, pero algo me quedó muy claro, mi gorda madre era más mitotera que yo.