Un balazo en la espalda y la niña cayó al piso. Meses después regresó a casa en brazos de su padre. Abrieron la puerta de su habitación, encendieron la lámpara y desde el cobijo del pecho de su papá vio en una esquina aquella silla de ruedas.
La acostaron en la cama y pidió que la dejaran a solas, que apagaran la luz. Intentó dormir, deseaba perderse en un sueño, despertar y que todo lo ocurrido en los últimos meses fuera una maldita pesadilla.
Horas después despertó, quiso mover las piernas y no pudo, se dio cuenta de que seguía en ese mal sueño.
A sus 16 años una bala perdida le arrebató sus pies. Vio la silla de ruedas y añoró aquellas caminatas que parecían tan simples y ahora eran imposibles. Recordó que estaba jugando cuando ese trozo de plomo caliente le destrozó la columna vertebral.
¿Por qué la vida se estaba ensañando con ella?
Fueron semanas, meses de estar en un hospital y otro, de ver a especialistas médicos, de diversos estudios, varias cirugías y la constante esperanza de recuperar la movilidad de sus piernas.
Viajó al extranjero y los cirujanos, famosos por su eficiencia, se rindieron.
No fue, no ha sido, ni será fácil aceptar que ha perdido la capacidad de caminar.
Su vida cambió a la velocidad de un disparo. Le dieron el papel de la niña hermosa en silla de ruedas y vio un panorama que no tenía imaginado, mucho menos deseado. Lloró, renegó, se enojó, pasó el tiempo e hizo lo más difícil: perdonó.
Recuperó la sonrisa y esa chispa en su mirada de ojos claros. Sus mejillas volvieron a sonrojarse y comenzó a hacerse peinados con su cabello castaño. Empezó a adquirir habilidad para moverse en la silla de ruedas y también sufrió las amarguras de un mundo que no está diseñado para los que viajan en neumáticos.
Una computadora, acceso a internet y la llegada de las redes sociales fueron parte de su conexión con el mundo más allá de la puerta de su casa. Hizo sus estudios de preparatoria en línea y después fue a la universidad, se graduó y posó sonriente con toga y birrete, su familia la rodeó al momento de la fotografía.
Ahora tiene una licenciatura y por las mañanas, cuando todavía está oscuro, pasa el transporte por ella y la lleva a su centro de trabajo, ya por la tarde regresa a descansar.
Admite que no es lo fuerte que la gente cree ni lo que ella quisiera ser, en ocasiones se deprime y la melancolía la envuelve. A veces se sueña caminando. Hay días buenos y malos, puertas que se abren y otras que se cierran, rampas de subida y otras de bajada. Tardes de lluvia y otras de sol.
Sospecha que es inspiración para otras personas, pero se niega a creer eso. Le pedí permiso para narrar una parte de su historia y solamente me solicitó que no escribiera su nombre. Ella sabe que no es la única que día a día lucha desde una silla de ruedas, pero sé que algunos no valoramos lo que tenemos y podemos perder en un abrir y cerrar de ojos.
Ella es una mujer amable, querida, solidaria y productiva. Su pequeña bebé está a punto de dar sus primeros pasos, y la chica azul ama la frase de Frida Kahlo: “Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar”.