El sexo debe hacerse con sentimiento, y eso sólo es posible si hay consentimiento. Reconozco que esa frase no es para inscribirla en bronce eterno o mármol duradero, y ni siquiera en plastilina verde, pero me sirve para ilustrar la renuncia de Andrew Cuomo a la alcaldía de Nueva York, alto cargo que tuvo que dejar por el bajo cargo que le hicieron de ser acosador sexual. Al parecer el señor cruzó los estrechísimos límites que actualmente han fijado las damas en su trato con los caballeros. Ahora éstos deben andar, paradójicamente, como pisando huevos, o sea con extremo cuidado, en sus decires y haceres con el sexo opuesto, muy opuesto ahora, tanto que si le dices a una compañera de trabajo que te gusta su peinado podrá acusarte de haberle hecho una insinuación sexual. No son los tiempos ya de aquella traviesa amiga mía, hermosa Venus Calipigia, que cuando alguien le daba una palmadita en la atractiva curva de una de sus bellas nalgas protestaba diciendo: “Para eso son, cabrón, pero se piden”. Consentimiento, pues, primero, y después todo lo demás. Todo. Oí hablar de un cierto actuario judicial que llegó a la casa donde iba a cumplimentar un embargo. Fue recibido por la consorte del deudor, ausente a esa hora, y el actuario le informó que venía a embargar las pertenencias de su esposo. La mujer le dio la espalda al visitante, se levantó las faldas, le mostró su profuso nalgatorio y declaró luego, terminante: “Mire, señor: éstas son las únicas pertenencias de mi esposo”. Los tiempos han cambiado, lo repito. El cuerpo de la mujer no es ya pertenencia del marido, de modo que cuando éste le pregunte: “¿De quén chon estas cochotas?”, y ella responda: “Tuyas, papacito”, eso será amoroso diálogo, no manifestación vinculatoria en términos jurídicos. Por lo que hace al alcalde neoyorquino tienen razón las mujeres a las que ofendió movido quizá por la inconsciente soberbia que hace que el poderoso se sienta por encima de la ley y de las conveniencias sociales, y piense que puede hacer lo que le venga en gana. Esto ha de servirnos de lección a todos los hombres de este mundo (y quizá también del otro, según se ven las cosas), y antes de proceder a proceder preguntemos siempre con cautelosa precaución usando la frase de Cantinflas: “¿Se puede compenetrar?”… En territorio de pieles rojas el cielo se llenó con señales de humo. La linda squaw le dijo al bravo guerrero: “Creo que tendremos que dejar de vernos por un tiempo, Nube Roja. La gente empieza a murmurar”… “Saca las manos de ahí”. Esas palabras, dichas por labios de mujer, se oyeron en la penumbra de la sala cinematográfica. Los vecinos de asiento volvieron la vista a fin de ver quién era el aprovechado que las motivaba. Era Babalucas, que toda la función se la había pasado con las manos metidas en los bolsillos del pantalón… Don Chinguetas, lo sabemos de sobra, es un marido tarambana. Su esposa, doña Macalota, llegó a la casa antes de lo anticipado y lo sorprendió en el lecho conyugal con una dama de cuerpo complaciente. Profirió la señora en dicterios de gran peso, a lo cual don Chinguetas respondió: “Eres injusta, mujer. Yo no me quejo cuando tú lees en la cama con la luz encendida y no me dejas dormir”. (Nota: Y para colmo doña Macalota leía por un acto individualista de goce, y no para buscar la emancipación de los pueblos. Insensata)… El gallo del corral terminó de pisar a una de las numerosas gallinas de su harén. Luego se dirigió a su hijo, el gallito joven, y lo amonestó con severidad: “Nada de que ‘Ahora me toca a mí’. Primero tienes que aprender a despertar a la gente”… FIN.
MIRADOR
¿Por qué perdí la senda en la montaña, Terry, amado perro mío?
No lo sé. Quizá porque salí de la vereda para buscar la bandada de pavos silvestres cuya ruidosa charla se oía no muy lejos. No los hallé. Seguramente oyeron mis pasos y se ocultaron en la espesura del monte. Y cuando quise volver sobre mis pasos ya no los encontré.
Supe entonces que me había perdido. Sentí vergüenza, Terry, porque tú ibas conmigo. Para ti yo era Dios, y Dios jamás se pierde. Echaste a caminar y te seguí. Bien pronto hallaste la vereda, y por ella emprendimos el camino de regreso.
Cuando llegamos a la casa tú ya sabías que yo no era Dios. Y qué bueno, porque ser Dios entraña una responsabilidad muy grande. No sólo tienes que cuidar el paso de los hombres, sino también el de las estrellas.
Te agradezco, perro amigo, haberme mostrado que yo soy sencillamente yo y que tú eras maravillosamente tú.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“… Habrá escasez de gas…”
Pido un deseo: ojalá
—y del tema no me salgo—
el Presidente nos dé algo
del mucho gas que se da.