Debido a atávicos motivos el hombre ha tenido siempre bajo su dominio a la mujer. Pearl S. Buck, Premio Nobel de Literatura, le preguntó a un chino de los pasados tiempos cómo era posible que un hombre tuviera cuatro esposas. ¿Por qué -lo cuestionó- una mujer no podía tener cuatro maridos? “Señora -contestó el hombre-, he visto muchas jarras de té con cuatro tazas, pero jamás he visto una taza de té con cuatro jarras”. Hay excepciones claro, a esa dominación del másculo. Una querida amiga mía nunca se casó. Explicaba: “Estoy para mandar, no para hacer mandados”. Y añadía: “No tengo un esposo, pero tengo varios hombres, y todos ellos por aquí se van”. Y señalaba con inequívoco ademán por dónde se iban. Tuve trato de paisanaje con un periodista de la Ciudad de México que fue muy poderoso allá por los setentas del pasado siglo. Tanto poder tenía que a la celebración de su cumpleaños asistía el mismísimo Presidente de la República, que por entonces era Luis Echeverría. En una de esas fiestas, separadas las mujeres de los hombres, según es costumbre hasta la fecha, el mandatario acompañó al festejado y sus amigos en el salón de su casa, donde nos reunió. Echeverría estaba feliz, pese a que entre sus defectos estaba el de ser abstemio. Eso de ser abstemio lo admiro grandemente en quien fue alcohólico o alcohólica, y merced a dos grandes cualidades -un par de testículos u ovarios- logró vencer “por este día” el vicio; pero el ser abstemio por puritanismo conduce a horribles acedías que ponen murria en el ánimo propio y el ajeno. Tomar vino sin que el vino te tome a ti (“El vino hay que saber mearlo”, postula don Abundio) es uno de los grandes placeres de la vida. El tercero, quizá. El segundo es comer bien, y el primero es el primero. Como dijo un individuo: “Con que cómanos, bébanos y cójanos, aunque no trabájenos”. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. En lo más alegre del festejo estábamos. El Presidente, relajado, feliz, reía a carcajadas los relatos que hacíamos de los dichos y hechos de ingeniosos personajes de Saltillo y de Coahuila, y participaba animadamente en la conversación Se veía contento, muy a gusto. Se abrió de pronto la puerta de la habitación y apareció en ella la recia figura de la compañera María Esther. Una sola palabra dijo, imperativa: “¡Echeverría!”. Como empujado por un resorte el Presidente de la República saltó de su sillón, se despidió rápidamente y fue tras de su esposa sin siquiera haber disfrutado el banquete con riquísimos manjares norteños que poco después se sirvió. Excelente e incansable labor social hizo doña María Esther, dicho sea de paso, en favor sobre todo de la familia y de los niños. Es considerada, junto con doña Eva Sámano de López Mateos, una de las mejores y más activas y benéficas primeras damas que ha tenido este país. Poco a poco la mujer mexicana ha ido liberándose del anacrónico mando varonil. Esa sumisa sujeción de la mujer al hombre persiste ya solamente en los usos y costumbres de algunos pueblos indígenas, nocivas tradiciones tan decantadas por turistas del indigenismo que no se dan cuenta de que al pedir la perpetuación de esos antiguos hábitos condenan a las niñas y mujeres de esas etnias a una opresión que muchos se parece a la esclavitud. Igual injusticia, mutatis mutandis, sufrirán las mujeres de Afganistán después del apoderamiento del país por parte de los talibanes. Las organizaciones feministas del mundo deberán estar pendientes de lo que allá suceda, y denunciar cualquier abuso cometido por los fundamentalistas en contra de la mujer afgana. Luego no digan que no se los advertí. FIN.
MIRADOR
Digamos que esos dos pueblos, vecinos el uno del otro y por tanto enemigos irreconciliables, se llamaban Cuitlatzintli de Arriba y Cuitlatzintli de Abajo.
Digamos que el santo patrono de uno era San Perledo, y que la santa patrona del otro era Santa Micolina.
Continuamente los habitantes de los dos villorrios andaban a palos y pedradas por razón de sus respectivos santos. Cada uno decía que el suyo era más “milagriento” que el otro.
Los curas de ambos pueblos consultaron la cuestión con el obispo. Su Excelencia, después de considerar detenidamente el caso, les dio un sabio consejo: “Casen al santo con la santa -les dijo-. Unidos los dos en matrimonio se unirán los pueblos y el pleito acabará”.
Los párrocos sometieron la propuesta a sus respectivos feligreses. A los devotos de San Perledo les gustó la idea: la santita estaba de buen ver, con su ropaje de terciopelo y seda. Seguramente al patrón le agradaría el casorio. Los seguidores de Santa Micolina, en cambio, recibieron de mala gana la sugerencia episcopal. San Perledo, vestido con ropas de percal y manta, se veía pobretón. Además estaba calvo y patizambo. No habría boda.
-Pero, hijos -se consternó el cura-, mañana van a traer en procesión a San Perledo a pedir la mano de la patrona.
-Que ni vengan -habló el representante de los feligreses-. Antes que ver a Santa Micolina casada con ese cabrón preferimos verla de p— en un congal.
La piedad popular. ¿Habrá algún teólogo que pueda explicarla?
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“… Los niños ¿a la escuela o no?…”
Ese dilema que cito
se pone cada día peor.
Y para colmo Obrador
no consulta a su dedito.