Julián vivió poco tiempo, tuvo un hermano gemelo que falleció unos meses antes que él y supo que estaba sentenciado a muerte, pues ambos padecían la misma enfermedad.
Era muy delgado, de piel amarilla y cabello lacio negro, ojos grandes e inquietos, cuando murió no nos falló, fue travieso hasta en su sepelio, un enjambre de abejas nos hizo correr a todos cuando caían las últimas palas de tierra sobre su tumba.
Así, de repente, de la nada, recordé a Julián y he querido escribir sobre él. Se me vino a la mente ese simpático adolescente con tantas ganas de vivir, tan ocurrente e imprudente.
Le gustaba andar en su bicicleta tipo “lechera” y de pronto me visitaba a la salida de la secundaria para contarme cómo había estado su día.
Una noche le presté una sudadera y ya no me la devolvió. Semanas después terminó por confesarme que se la había puesto a su perro, y que a su mascota se le veía mejor que a mí. Obvio me enojé con él, pero nunca mostró arrepentimiento, insistía en que su can estaba muy contento con esa prenda.
Julián padecía una enfermedad que a la postre le costó la vida. Su madre lo llevó con médicos y curanderos. Me platicó de sus viajes fuera de Aguascalientes para visitar “brujos”, visitas que se supone deberían ser secretas, pues la brujería no es bien vista por la Iglesia católica y esas charlas entre él y yo las sosteníamos a un costado del piano del templo de La Purísima.
Me preguntó si creía en los fantasmas, que si alguna vez había visto uno, él deseaba ser un fantasma para regresar a visitar a su mamá, sabía que su muerte se acercaba, su enfermedad no cedía y su piel cada vez era más amarilla.
Me pidió que si se me llegaba a aparecer como fantasma no me fuera a asustar.
Nunca tuvo novia, así que me preguntó cómo era eso de tener pareja y terminé platicando de mi amiga de la secundaria. No me creyó que una rubia fuera mi novia y fue a la escuela a conocer a la chica.
Como todo un caballero se presentó ante la dama y se fue haciendo “mosca” por varias cuadras hasta que lo despedí.
Después de ese encuentro Julián se la pasaba preguntándome por ella y me visitaba más seguido para saludarla.
Durante varias semanas le perdimos el rastro a Julián. Eran tiempos en los que estar “conectados” no era tan sencillo como hoy.
Luego supimos que estaba hospitalizado y una noche nos avisaron que ya había muerto.
Su ataúd fue blanco y no me animé a mirar dentro de ese féretro. Quise recordarlo cómo era en vida, sabía que si miraba lo que había detrás de ese cristal la imagen de su rostro no se me borraría de la mente.
Nunca conocí a su perro al que se le veía mejor mi sudadera. No recuerdo cómo se llamaba su hermano ni su señora madre. No supe qué pasó con su papá. Hubo temas que no tocamos. Julián era discreto en algunos asuntos de su vida.
Recuerdo que con una mano agarró algo de su cabello lacio y con otra mano tomó mis cabellos chinos, decía que su pelo era así porque su vida era muy ligera y la mía muy divertida.
Nunca he visitado la tumba de Julián. Durante su misa recordé algunas de las pláticas que tuvimos, ambos éramos muy malos para tocar guitarra, yo tenía novia, pero él me presumía a su perro.
Meses atrás me preguntó si iba a llorar cuando él muriera y le dije que no, la realidad es que terminé llorando.
Una tarde de sábado, mientras esperábamos que iniciara misa, se subió el pantalón y me mostró sus piernas, eran muy delgadas, tomó la cuerda de su trompo y la enredó en lo más ancho de su extremidad, parecían unos brazos flacos y velludos. Luego, con el mismo cordón midió una de mis piernas y casi media lo mismo que su cintura, así de delgado era él.
Cada que entro al Panteón de la Cruz recuerdo esa tarde cuando salimos corriendo del sepelio de Julián, las abejas nos hicieron correr, culpamos al flaco de piel amarilla de esa travesura.
No sé si Julián sea un fantasma, no sé si siga visitando a su familia y amigos después de su muerte, su paso por este mundo fue muy breve.
Sé que tuve la suerte de conocer a Julián y que con su lucha me hizo valorar mi salud.
¡Gracias, Julián!