La encuestadora le preguntó a un sujeto: “¿Cuál es el sentido que se le aguza más cuando está usted haciendo el amor con una mujer?”. La mayoría de las respuestas que recibía iban por el lado de la vista y el tacto, y aun había algunos que mencionaban el gusto (muy su gusto). Para sorpresa de la entrevistadora el tipo respondió: “El sentido que se me aguza más cuando estoy en la cama con una mujer es el del oído”. “¿Cómo es eso?” —se extrañó la muchacha. “Sí —confirmó el individuo—. Lo necesito para oír los pasos del marido”… Menuda faena espera a Quirino Ordaz si se le ratifica como embajador de México en España. Deberá remendar lo que han rasgado los ocupantes del Palacio Nacional y el grupúsculo de historiadores oficiales que los acompañan, tan semejantes a los burócratas de la Historia que la deshicieron a lo largo de la larga dominación priísta. ¿Hará olvidar don Quirino al monarca español la absurda demanda que López Obrador le presentó para que pidiera perdón por los abusos cometidos hace 500 años en la conquista de lo que todavía no era la nación mexicana? ¿Le dirá al rey Felipe que AMLO no quiso decir lo que dijo cuando dijo que todos los empresarios españoles que vienen a invertir a México son saqueadores y ladrones? Seguramente nuestro flamante embajador se presentará en la Corte como el perrito que se comió el jabón, apenado y confundido, y sólo la formalidad del protocolo diplomático podrá servirle de barrera para afrontar lo que se llama vergüenza ajena tras las imprudentes acciones y declaraciones de su Presidente, y luego de actos tan recientes como el retiro de la estatua de Colón, acto que parece parte de la anacrónica y absurda actitud anti-hispanista que ha mostrado el régimen actual. No quisiera estar en los zapatos del señor Quirino. Es difícil componer lo que ha hecho un chivo en cristalería, y más si ha estado acompañado… El cuentecillo que cierra hoy el telón de estos renglones pertenece a la categoría de aquéllos que los americanos llaman oldie but goodie, viejito pero buenito. Apareció aquí hace quizás una veintena de años, y sale de nueva cuenta para que lo conozcan mis nuevas generaciones de lectores. Don Soreco —su nombre nos lo dice— era corto de oído. Otras cortedades sufría el buen señor, pero no viene al caso mencionarlas pues eso constituiría una invasión a su privacidad. En cierta ocasión asistió a un retiro espiritual. Al llegar supo que debería compartir su habitación con otro de los participantes en el piadoso evento. Estaba ya en el lecho la víspera del día en que iba a comenzar el ejercicio cuando entró a la alcoba el que sería su compañero de cuarto, un mozallón de estatura procerosa y músculos de herrero. “Dante Huerta”, se presentó cortés y urbano. “¿Qué dices, insensato? —prorrumpió hecho una furia don Soreco al tiempo que saltaba de la cama y cogía su paraguas para usarlo como arma defensiva—. ¡Por ningún motivo haré yo eso! ¡Antes muerto que deshonorado! ¡Vine aquí en busca de paz del alma y mortificación del cuerpo —sobre todo por la comida— y me topo con un degenerado, pervertido, depravado, corrompido, encanallado, envilecido y descarriado! ¡Largo de aquí, bergante, si no quieres que te entregue a la justicia humana, que la divina te alcanzará seguramente el día que ante ella comparezcas!”. Confuso y aturdido quedó el joven al escuchar aquella andanada de improperios y amenazas. “No entiendo, señor —atinó a balbucir con desconcierto—. ¿Por qué me dice usted todo eso? Yo lo único que hice fue darle mi nombre: Dante Huerta”. “¡Caray, muchacho, perdóname!” —se disculpó, apenado, don Soreco—. Soy un poco duro de oído, y lo que escuché fue: ‘Date vuelta’”… FIN.
MIRADOR
Días de murria son éstos, por el encierro a que nos tiene condenados la sombra chinesca del condenado virus.
Yo no salgo de mi casa más que a lo indispensable… y a lo dispensable. No hago las compras —jamás he sabido comprar ni vender— ni cumplo los mandados de la casa. Estoy ya vacunado, y hace meses recibí la visita del desdichado bicho, pero mi caso fue como el del tipo que cortejó a la linda chica. Ella le preguntó: “¿Qué no eres casado?”. “Sí lo soy —respondió el cínico sujeto—. Pero asintomático”. Así, asintomático, fue mi ya lejano encuentro con el virus.
Mantengo, sin embargo, las mismas precauciones de antes. Salgo poco de la casa, y menos aún salgo de mí mismo. Después de hacer la tarea con que gano la vida leo los libros que hace años no leía, oigo la música que hace años no escuchaba, y juego ajedrez con la canallesca computadora que sólo de vez en cuando me permite que le gane.
Lo mejor son las pláticas con mi señora, todas presididas por la misma interrogación: “¿Te acuerdas?”.
Ah, también veo películas y series en mi tableta, algunas excelentes, pésimas otras. Éstas te hacen darte al demontre por haber perdido el tiempo viéndolas.
Los días se hacen largos y las semanas cortas. ¿Cuándo acabará esto? Quizá nunca. Terminaremos por no hacerle caso, aunque nos mate. ¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Pemex está quebrado…”
Como decía un maestro
cuando trataba este caso:
“No importa que sea un fracaso.
El petróleo aún es nuestro”.