Cuando el sábado pasado el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que designaría al gobernador saliente de Sinaloa, Quirino Ordaz, como próximo embajador de México en España, la duda quedaba en cuándo se había pedido el beneplácito a la Corona. Cuando este martes dijo que apenas iba a pedir a la Secretaría de Relaciones Exteriores que lo solicitara, lo que quedó de manifiesto es que, una vez más, las ocurrencias presidenciales siguen dominando la política exterior, donde el responsable de ella, Marcelo Ebrard, no hace, o no puede hacer nada por frenar la loca carrera de este Gobierno en el campo de la diplomacia, lo que ha levantado las cejas de muchos. Una alta fuente diplomática europea preguntó, no sin confusión, qué sucedió con la diplomacia mexicana, que era muy clara y consistente. Eso fue en el pasado; hoy se ha reducido a anécdota.
Ordaz reemplazará a María del Carmen Oñate Muñoz, una diplomática de carrera desde 1979, que presentó sus cartas credenciales ante el rey Felipe VI hace menos de un año. Diplomática muy reconocida, la pasan a retiro porque al Presidente no se le ocurrió mejor destino que el gobernador. Nada inusual en las formas y modos en Palacio Nacional, como pasó el año pasado, cuando después de tener a Josefa González Blanco en la congeladora por haber abusado del poder como secretaria de Estado, la nombró embajadora en el Reino Unido, quien para quedarse con ese encargo que tuvo el impulso de su vecina de rancho en Palenque, Beatriz Gutiérrez Müller, renunció a su nacionalidad británica.
La experiencia más cercana que tenía González Blanco con el Servicio Exterior había sido el nombramiento de su ex-esposo, Agustín Basave, como embajador en Irlanda, designado por el entonces canciller Jorge Castañeda para que estuviera cerca del hijo de ambos, que vivía con su madre en Londres. Un nombramiento sin sentido fue también la designación de Blanca Elena Jiménez, una ingeniera ambiental mundialmente reconocida, cesada como directora de Conagua por no aceptar los caprichos de Palacio en los cortes de suministro de agua con fines políticos, como embajadora en Francia.
El manejo politiquero y a contentillo del Presidente con las embajadas ha sido una constante. A Washington, en sustitución de la fogueada diplomática Martha Bárcena, con palmarés para haber sido canciller, el Presidente envió a Esteban Moctezuma, sin experiencia diplomática, para sacudírselo de la Secretaría de Educación Pública, donde se había convertido en un lastre. En China premió a Jesús Seade, quien como su negociador en la etapa de ratificación del acuerdo comercial con Estados Unidos, entregó todo lo que pidieron los demócratas, que ahora sufren sus consecuencias las secretarías de Economía y del Trabajo.
Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y España son las cuatro principales embajadas en el Servicio Exterior Mexicano, por los niveles en intercambios políticos, comerciales, culturales, educativos e inversiones. El desprecio con el cual el Presidente maneja los nombramientos, con el silencio cómplice de Ebrard, es sólo uno de los botones de muestra de la idea que tiene el Presidente de la política exterior, donde su psicosis, disfrazada de equilibrio político, es la marca de la casa.
Lo vemos ahora con las invitaciones al Grito y al desfile militar esta semana. López Obrador tendrá como invitado de honor a El Grito al presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, cuya presencia ha generado polémica en México, aunque las reacciones más fuertes aún son invisibles. Díaz-Canel será uno de los participantes de la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, que se llevará a cabo el sábado, pero hasta ahora, el único invitado a estar en los balcones de Palacio Nacional el 15 de septiembre. La relación con Cuba es estrecha, y el Gobierno apoyó con medicinas de alimentos a esa nación cuando se volvió a ratificar el embargo estadounidense. López Obrador envió cinco barcos a La Habana, hasta que habló la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris con él. Un sexto partió rodeado de hermetismo hacia Cuba, después de la conversación.
A López Obrador le gusta jugar con fuego, sin saberse a bien si sabe que se puede quemar. El lunes arribaron a México por la puerta de atrás de Toluca otros invitados al desfile, 20 miembros de las Fuerzas Armadas venezolanas. Es cierto que al 16 de septiembre se invita a delegaciones de muchas partes del mundo, pero un Ejército acusado internacionalmente de estar vinculado al narcotráfico -el famoso Cártel de los Soles-, sostén del Gobierno autócrata de Nicolás Maduro, no es la mejor compañía de las Fuerzas Armadas mexicanas, a las que hoy se señala de acumular poder y, al mismo tiempo, de omisión en el combate al narcotráfico.
Le restregó en la cara de Estados Unidos sus cariños con dos de sus enemigos, días después de someterse a sus condiciones estratégicas en la relación bilateral, recibir al nuevo embajador en México, Ken Salazar, y ponerle la mano al presidente Joe Biden para que financiar Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo el Futuro con mil 425 millones de dólares, para atacar la raíz de la migración centroamericana, según un documento publicado por Milenio, que se canalicen a través de la Agencia para el Desarrollo Internacional, a la que ha acusado reiteradamente de intervenir en los asuntos internos mexicanos.
Estados Unidos ya le ha dicho que no a sus programas, pero López Obrador insiste. También le pidieron que deje de atacar a la Organización de Estados Americanos, pero ha estado proponiendo su desaparición. Manda a Ordaz a España para “restablecer” las relaciones que él mismo destruyó, pero continúa demoliendo con sus señalamientos de corruptas a empresas españolas. López Obrador quiere jugar con todos, aunque no tenga otra intención salvo la de salirse con la suya. Se debe sentir intocable, pero en realidad es notable la bisoñez con la que mangonea la política exterior, donde lo único que explica la mecánica de su mente es la esquizofrenia.