Otoño arrancará de una manera muy ominosa en México, violento y salvaje. Este fin de semana una bomba explotó en un restaurante en Salamanca, en un acto terrorista, y circularon videos en las redes sociales donde una persona bañada en sangre denunciaba a comandantes militares y funcionarios del Gobierno de Chiapas de ligas con el narcotráfico, obligado por un grupo que lucía su armamento de alto poder. El paisaje nacional está salpicado de enfrentamientos con civiles armados, un eufemismo con el que se describe legalmente correcto a las bandas criminales, donde cada semana se incrementan las franjas de territorio nacional cuyo control disputan los criminales ante la pasividad y complacencia del Gobierno federal.
México vive una multiplicidad de pequeñas guerras civiles en su territorio, donde dos o más grupos mantienen una lucha violenta para imponerse por la fuerza. No todas las guerras civiles tienen un origen político, religioso o étnico. Las que se viven en México tienen un origen económico, que es lo que define a las bandas criminales organizadas en cárteles de las drogas, con subsidiarias que se encargan de llevar la violencia al país, que luchan por el control regional para poder operar toda la cadena del narcotráfico. El negocio ilegal las mueve, y combaten por expandirse en una loca carrera donde los límites, hasta ahora, son los recursos que puedan destinar para armarse y reclutar sicarios.
Los cárteles de las drogas viven el mejor momento de su vida. Nunca habían podido operar sin ser atacados por el Gobierno. Esto ha sido posible porque en la Presidencia de la República despacha una persona que considera que el problema de las drogas no es interno, sino de Estados Unidos, por su alto nivel de consumo, y que enfrentarlos sólo genera más violencia. Son premisas falsas. Desde mediados de los 90’s, cuando los cárteles colombianos dejaron de pagar en efectivo a sus socios mexicanos para el trasiego de drogas a EU y empezaron a saldar cuentas con drogas, se creó un mercado de consumo doméstico. El no enfrentarlos, como se ha probado en esta administración, ha producido más violencia.
La violencia radica en la necesidad de las organizaciones criminales de aniquilar a sus adversarios, antes de que los aniquilen, para poder controlar el mercado de drogas. La apuesta, al menos por omisión, de que el Cártel del Pacífico sea el cártel dominante que pueda ayudar a la pacificación del país, no ha tenido el resultado esperado, porque el Cártel Jalisco Nueva Generación, gracias a la inacción gubernamental, le está disputando con recursos cada vez más grandes, armarse, reclutar y comprar autoridades en los tres niveles. Estas dos grandes organizaciones han creado en el país múltiples teatros de operaciones bélicas.
El otoño mexicano será muy caliente. En la última semana de verano, de acuerdo con el reporte de homicidios dolosos del Grupo Interinstitucional, esta fue la cifra roja: lunes 13 de septiembre, 100 asesinatos; martes, 79; miércoles, 88; jueves, 104; viernes, 78; sábado, 76; domingo, 65. Junto con ello, la calidad de la violencia es notablemente superior. El jueves, un grupo armado emboscó a policías estatales de Coahuila en Hidalgo, que fueron ayudados por miembros del Ejército, que abatieron a nueve y decomisaron armas de alto calibre y un vehículo blindado que llaman “Monster”. El domingo, dos personas cuya filiación aún se desconoce, dejaron una bomba en un restaurante de Salamanca que provocó la muerte de dos personas, en un acto abierto de terrorismo que está tipificado en el artículo 139 del Código Penal Federal.
La violencia ya ha rebasado el marco de referencia de la lucha entre cárteles por la plaza, y la guerra entre las grandes organizaciones criminales está provocando desestabilización en varias partes del país. Guanajuato vive hace tiempo en esa inestabilidad, ante la ausencia federal en el combate que libran los cárteles de Santa Rosa de Lima, que pelea contra el Jalisco Nueva Generación para impedir que le arrebaten su negocio del robo de combustible. Chiapas es la última Entidad en este predicamento. El viejo territorio de Los Zetas, que luego compartió forzadamente con el Cártel del Pacífico, enfrenta hoy la irrupción del Jalisco Nueva Generación, que está avanzando sobre nuevos territorios.
La construcción del Tren Maya modificó la relación narco-económica en la región, propiciando que la estabilidad criminal que existía, se modificara y atomizara la lucha entre seis organizaciones delincuenciales que cambiaron el entorno cotidiano en el Estado. Igualmente, la construcción del Corredor Interoceánico en el Istmo de Tehuantepec, aceleró el control que tiene sobre todos los municipios una organización criminal que responde a los intereses del Cártel del Pacífico. No calculó el Gobierno que esto sucediera, ni hay estrategia para impedirlo.
La lucha de organizaciones criminales por plazas no es algo nuevo. Lo inédito es que la guerra entre ellas no cuenta con la participación inhibitoria o de contención de las fuerzas federales. El Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador se retiró de los escenarios de combate y dejó en manos de criminales el destino, a partir de la lógica del más poderoso. La Tierra Caliente en Michoacán, es el mejor ejemplo de que la resolución del conflicto de las plazas se dará únicamente en función de la capacidad de fuego de las organizaciones criminales que la quieren.
Desde marzo se advirtió lo que estaba sucediendo. El jefe del Comando Norte de Estados Unidos, el general Glen Van Herck, estimó entre el 30 y el 35% del territorio mexicano estaba controlado por los cárteles de la droga, que hacían que esas áreas fueran frecuentemente “ingobernables”. En ese momento, ni Michoacán y Chiapas, o Coahuila, habían explosionado como ahora. Lo que se apreciaba en el Pacífico norte, Tamaulipas y Veracruz, ha tenido una metástasis. Las múltiples guerras aún no tienen ganadores y perdedores en definitiva, aunque quienes no saldrán bien de todo esto son los mexicanos en su conjunto, ni el presidente López Obrador y su Gobierno, en particular.