Se quedó sin fuerza. Ya no podía gritar. De su débil cuerpo apenas salía un ligero gemido y un temblor que no paraba. Su piel estaba fría, apenas sudorosa, pálida y transparente. No podía ni abrir los ojos. De su boca seca salió un murmullo para esa persona que tenía a un lado, pero ella no le entendió, solamente veía cómo los agrietados labios se abrían y la lengua pastosa se movía lentamente. Tuvo que acercar la oreja a la boca del paciente para escuchar lo que le pedía: “¡¡¡Mátame!!!”.
Se alejó para ver el rostro, ese rostro que ya no reconocía. Leyó los labios mientras le deletreaba la súplica que sonaba a una orden: “¡¡¡Mátame!!!”.
Con las yemas de sus dedos intentó acariciar la palma de su mano herida por las agujas de las jeringas y solamente le provocó más dolor. No podía ni siquiera acariciar a quien tanto quería.
Lloró al ver lo que quedaba de ella en esa cama de hospital, apenas eran unos huesos cubiertos de frágil piel llagada, una cabeza sin cabello, sin cejas, unos ojos con la mirada extraviada; el cáncer se la fue comiendo de poco a poco, donde hubo carne dejó pellejos, fue deteniendo la sangre de las venas y robando el color de las mejillas.
Meses atrás, sabiendo que no tenía cura, consciente de que estaba desahuciada, pidió que la durmieran, que no la dejaran llegar a la etapa esa donde nomás se sufre de día y de noche, donde la agonía se hace eterna, la etapa en la que se pierde la noción del tiempo y se pide a Dios que se acuerde de ella, para que silenciosamente, así como las olas llegan suaves a la playa, le quitara la vida.
No la durmieron. Nadie se atrevió a darle unas pastillas ni a suministrarle una inyección, y ahora se arrepentían al ver cómo pasaban los días y la muerte no llegaba.
La noche se convirtió en esperanza, deseaban que al estar dormida ya no despertara para que dejara de sufrir, pero su final no llegaba.
Familia y amigos coincidían en decir que no merecía esa agonía. Se comenzaron a enojar con la vida, con la muerte, con ellos por no haberse atrevido a adelantar su partida.
Sus últimos días en este mundo fueron un infierno. Su habitación olía a muerto. Tenía un suero conectado a través del cual le aplicaban medicamentos para mitigar el dolor. Pasaba más tiempo dormida que despierta.
Cuando despertaba hacia un leve ruido con la poca saliva acumulada en la boca para saber quién o quiénes estaban a su lado. Les preguntaba si seguía con vida y cuando le respondían que sí, un gesto de fastidio se dibujaba en el seco rostro.
Pedía agua para medio limpiar la garganta y poder repetir una palabra: “¡¡¡Mátame!!!”.
Sus últimas horas en la tierra fueron una tortura. Se retorcía de dolor. Los dientes le crujían unos contra otros. Jadeaba, sudaba, temblaba, se quedaba inmóvil por varios segundos y regresaba el dolor más fuerte, una especie de fuego recorriendo su cuerpo entre piel y huesos. Abría los ojos y suplicaba: “¡¡¡Mátame!!!”.
El más pequeño de sus parientes, un joven que apenas había alcanzado la edad para votar, tomó la almohada que la paciente tenía bajo la cabeza, se la mostró y ella asintió levemente con la cabeza al tiempo que medio sonreía.
El chico le tapó el rostro con algo de fuerza, no hubo resistencia, se dejó ir. Después de unos segundos había dejado de respirar, su corazón se había parado, por fin le había llegado la muerte.
El joven levantó la cabeza y acomodó la almohada. Con la sabana limpió la saliva que le escurrió de la boca. Acomodó los brazos sobre el seco pecho. La miró en silencio. Esperó unos minutos hasta que supo que ya estaba muerta.
Hubo silencio. Ya era cadáver.
Salió de la habitación e informó a la familia que ella había dejado de sufrir, ya estaba descansando.