Doña Aspasia le informó a su marido que lo dejaba para irse con un hombre 20 años menor que ella. “¡No me abandones, Aspi! —sollozó el esposo, desolado—. ¡Recuerda que al pie del ara juraste que me amarías hasta la muerte!”. “Es cierto —admitió ella—. Pero en aquel tiempo el promedio de vida no era tan alto”… Pitoncio, labioso galán citadino, salió a pasear por el campo con Eglogia, ingenua zagala campesina. En el prado vieron a un toro y una vaca que cumplían su natural instinto de perpetuar la vida. Dijo con insinuante tono el avieso individuo clavando una mirada seductora en la muchacha: “¡Cómo me gustaría hacer lo mismo!”. “Pues adelante —le dijo ella—. Pero no respondo de lo que te pueda hacer el toro”. (Ese cuento me recuerda al del torero que al término de la corrida llegó a su casa maltrecho y dolorido, desgreñado, sin zapatillas, con el terno hecho garras y sangrando por nariz, boca y oídos, lo mismo que por otros menos visibles orificios de su cuerpo. Lo vio en tan lamentable estado su madre, doña Angustias, que se llevó las manos a la cabeza y profirió, afligida: “¡Ozú, ninio! ¿Te cogió el toro?”. Con rencoroso acento respondió el espada: “¡Nomás eso le faltó a la bestia, mare!”)… En aquel entonces —¡qué entonces era aquél!— de vez en cuando se me salía de la bolsa un poema —llamémoslo así— y caía al suelo. De inmediato lo recogía, no fuera a ser que alguien tropezara con él, y lo guardaba luego junto a un remordimiento por haberlo escrito. En alguna ocasión tuve la osadía de urdir un soneto dedicado “A una dama que me pide esperar”. El tal soneto terminaba así: “Esperar que yo espere es vana espera. / Ya no puedo esperar ni a la esperanza”. Tiempo de murria es éste del confinamiento, de otoñal languidez como la que describió Verlaine en sus versos de invasión. Aunque cierres tus puertas y ventanas el pesimismo se cuela por las rendijas y te llena con la misma traidora lentitud con que la humedad trasmina las paredes de la casa. Me desespera, debo confesarlo, el hecho de que pese a todos sus evidentes deslices y mayúsculos errores la popularidad de López Obrador no baja ni un punto ni una coma. La crema de la intelectualidad y la nata de la academia; los más sesudos editorialistas; los comentadores de mayor prestigio; casi toda la gente de clase media y alta lo reprueba, y sin embargo el tabasqueño se mantiene impávido, impertérrito e incólume, y sonríe, sonríe siempre como el Buda de basalto que dijo el poeta nayarita. Algunos optimistas —se cuentan con los dedos de una mano— piensan que a fin de cuentas y de cuentos MORENA perderá la elección del 24. Ganas me dan de decirles: “¡Tu boca sea de profeta!”, pero la realidad que observo me pone una mordaza y me hace citar más bien el nombre de uno de los innumerables personajes que aparecen y desaparecen en este espacio: Estaca Brown. Pienso que tenemos MORENA para rato, quizás el mismo rato que tuvimos PRI. Muchos años tardó AMLO en hacerse del poder, y más tardará en soltarlo. Seguirá ejerciéndolo mediante un maximato parecido al que Calles instauró. Bien sé que mi vaticinio es ominoso, que soy augur de males al modo de Casandra. No obstante les pido a mis cuatro lectores, sobre todo a los jóvenes de la novísima generación: mark my words. O sea: recuerden lo que dije. Una esperanza tengo: equivocarme. Pero ya no puedo esperar ni a la esperanza… No habían pasado muchos días de la llegada del otoño cuando don Algón le regaló un finísimo abrigo de visón a la vedette de moda. “Estoy seguro —le dijo—, de que este abrigo me mantendrá calientito en las noches de frío”… FIN.
MIRADOR
John Dee no pudo terminar la traducción que hacía de las Confesiones de San Agustín.
El amor le detuvo la mano. Quiero decir que se enamoró de una mujer joven y hermosa, y dejó sus libros para irse con ella, libre.
Cuando estaba con la muchacha le decía:
—Estoy seguro que el Obispo de Hipona habría cambiado todas sus obras por una noche como ésta.
Sonreía ella:
—¿Te parece si hacemos que nos envidie otra vez?
—Fantástico —sonreía a su vez Dee—. Y mañana haremos que nos envidie Santo Tomás de Aquino.
En las horas de pasión John Dee ponía la mano en el sexo de la mujer y le decía:
—Aquí caben todas las filosofías.
Preguntaba ella, coqueta:
—¿También las tuyas?
Replicaba Dee:
—Desde que vivo contigo dejé de tener filosofías. Ya no las necesito.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…La conmemoración de la
Independencia acabó ya…”
Sin ánimo de pendencia
quisiera preguntar yo:
¿Cómo es que ya terminó
si aún no hay independencia?