Se cae poco a poco. La barda de adobe cubierta por la verde enredadera se desmorona con cada golpe de lluvia y viento. Le escurren lágrimas de lodo que acaban en los charcos salpicados con las gotas de la mañana de agosto.
Desde que recuerdo ese muro está ahí, mi abuela decía que cuando ella llegó al polvoroso pueblo ya estaba ese montón de adobes en medio de la nada, haciendo sombra a las piedras.
A unos metros de la barda de adobe hicieron un panteón, no había muros, salvo un par de columnas rematadas con un arco chueco que servía como puerta, la gente del pueblo decía que los muertos quedarían allá por donde estaba el montón de adobes.
Abuelos, hijos y nietos comenzaron a poblar con sus huesos ese panteón donde algunas cruces tienen la fecha de su muerte, pero no de su nacimiento, de algunos difuntos no sabían con certeza el día que lloraron al salir del vientre de su madre. No fueron registrados y nadie de los suyos se acordaba cuándo fueron echados al mundo, ya fuera con la partera o en medio de la milpa.
Mi abuela, mientras se tomaba un atole de maíz, me aseguró que en esa barda fusilaron a varios fulanos, que hasta hoyos de las balas quedaron marcados.
Cuando fui a buscar esos rastros de fuego lo único que vi fueron lagartijas asoleándose, pero nada de rastros de balazos.
La enredadera se secaba, las hojas se caían, las ramas se quebraban y la barda de adobe quedaba desnuda.
El panteón creció, se extendió hacia el lado contrario de la barda de adobe. En el horizonte se veían las siluetas de las cruces y a varios metros un muro en medio de la nada, de un terreno duro, lleno de piedras y lagartijas.
Le pregunté a mi abuela de qué lado del muro fusilaban a los fulanos que ella me había dicho, me dijo que dependía de la hora, que tenían que ser fusilados viendo al sol para que encandilados no pudieran ver la cara de los hombres que descargaban sus fusiles contra ellos.
Que los cuerpos sangrados los echaban en una carreta y los llevaban a tirar a una cañada, donde los buitres y los animales carroñeros se peleaban desde las tripas hasta los huesos. Que eran rateros, ladrones de ganado que no merecían una tumba.
A veces quisiera regresar a ese humilde pueblo de San Luis Potosí al que mi abuela me llevaba de niño, nomás ir para ver si el muro de adobe sigue ahí y si el panteón ya tiene bardas, si las mujeres del lugar siguen llorando a gritos en los sepelios y si la lluvia le arranca lágrimas de lodo a esa añeja pared donde fusilaban a los cuatreros.