¿Qué hizo el amigo del presidente Andrés Manuel López Obrador en febrero del año pasado? Pues el entonces presidente Donald Trump, ante quien el Mandatario mexicano se entregó para llevar la fiesta en paz con Estados Unidos, estuvo en el umbral de cometer un acto de guerra contra México. Ordenó planear el sellamiento de la frontera con 250 mil soldados -la mitad del Ejército activo-, y enviar comandos a territorio mexicano para cazar a los jefes de los cárteles de la droga. Si López Obrador no actuaba, lo haría él. Trump se detuvo, de acuerdo con una reconstrucción de aquellos días realizada por The New York Times, sólo hasta después de que civiles y militares en el Pentágono le dijeron el tamaño de agresión en el que se embarcaría probablemente, aunque no lo dice el diario, sólo equiparable a la Expedición Punitiva del general John J. Pershing para capturar a Francisco Villa que atacó Columbus, en Nuevo México, en 1916.
La revelación del Times abre una pequeña ventana a la forma, en casos extremos de un casi demente, como actuaba Trump, acciones radicales como frenar la inmigración y aplastar la política de “abrazos no balazos”, llegan a ser consideradas en la Oficina Oval. En aquel entonces López Obrador modificó su política migratoria y de asilo para saciar a Trump, y lo apoyó hasta que dejó la Presidencia, avalando de esa manera incluso, el azuzamiento al ataque al Capitolio el 6 de enero pasado. Hasta ahora, el tabasqueño ha dicho que Trump se portó muy bien con México. Tan ingenuo en ese entonces como ingenuo hoy, al tomar al pie de la letra las lisonjas que la Administración Biden le lanza.
Pero no hay que engañarse. Éste es un discurso para la gradería, aunque hay que reconocer que aun entre el público mexicano informado hay confusión y se preguntan cómo, pese a las políticas que afectan la inversión estadounidense y violan el Tratado de Libre Comercio norteamericano, parecería que le perdona todo. Habría que recordar lo que este lunes escribió Mary Anastasia O’Grady, la columnista de temas latinoamericanos en The Wall Street Journal, donde a propósito de acciones expropiatorias contra activos estadounidenses, preguntó: “¿Por qué López Obrador tiene la impresión de que a Biden no le importa?”.
Sí le importa. Las adulaciones tienen un fondo. Sin actuar como un búfalo en la sabana africana, el presidente Joe Biden y su equipo están sacando todo y más de lo que Trump obtuvo, permitiendo a López Obrador con la retórica suave tener amplios márgenes políticos en México para presumir, aunque sea una mentira, que la relación con la Casa Blanca es muy buena. Ya estamos viendo la realidad.
La semana pasada anunció el Gobierno, como un logro de la Secretaría de Relaciones Exteriores, la apertura de la frontera entre los dos países para tráfico no esencial. Sí fue una gestión del secretario Marcelo Ebrard, pero tuvo como contraprestación que México reanudara la entrega de las visas especiales a sus agentes de la DEA, reducir las restricciones que existen desde octubre contra ellos y, además, afinar la forma como se van a realizar operaciones conjuntas policiales en territorio mexicano contra los cárteles de la droga. La cancillería procesó esto en la opinión pública como si fuera parte de un acuerdo para que agentes mexicanos participaran en acciones en Estados Unidos, convenientemente olvidando que ya lo hacían desde hace años, pero que el Gobierno decidió cancelar unilateralmente esa cooperación en 2019.
Aceptó también, tras una reunión en la Ciudad de México con una delegación de alto nivel encabezada por el secretario de Estado, Antony Blinken, la imposición de una política de combate al narcotráfico -que hoy no existe-, donde el Gobierno mexicano informará de sus acciones y pruebe que está haciendo lo solicitado. Este tipo de exigencias no existían desde que se canceló en 2002 la llamada “certificación”, el proceso anual encabezado por el Departamento de Estado donde aprobaban o reprobaban el comportamiento de México en la lucha contra las drogas, de acuerdo con las directrices que les marcaban desde Washington.
El Gobierno mexicano ha escondido las nuevas imposiciones de Estados Unidos en el discurso laudatorio de los estadounidenses y la cortesía diplomática de Blinken, que aceptó un tour por los murales en Palacio Nacional, o de John Kerry, representante especial de la Casa Blanca para el cambio climático, que aceptó ir a una parcela para que el Presidente le mostrara el programa Sembrando Vidas, a quien regó de frases elogiosas que lo ayudaron a mantener en alto el apoyo de la gradería. Pequeñas concesiones de relaciones públicas por los servicios que está prestando.
Como lo cedió con Trump, se renovó el programa “Remain in Mexico” para que quienes buscan asilo en Estados Unidos permanezcan en este país, y la Guardia Nacional desplazó al 40% de su fuerza operativa a la frontera con Guatemala para deportar indocumentados, aliviando las presiones políticas para Biden en su país. La visita de Kerry también rindió frutos: el Presidente comprometió el apoyo de México a las propuestas de Estados Unidos en la COP-26 que iniciará en 10 días en Glasgow, cuyo eje es la reducción de las emisiones de dióxido de carbono, a la que se oponen desde hace casi 15 años con Brasil, India, China y Sudáfrica. Es decir, López Obrador dijo que apoyaría lo que los países emergentes como México rechazan, y que respaldaba la lucha por las energías limpias, que se contrapone completamente a su política a favor de los combustóleos fósiles.
Biden, a diferencia de Trump, no piensa en acciones militares ni punitivas. Su Gobierno es de profesionales, que usan el garrote y la zanahoria. El discurso dulzón que han utilizado les ha dado grandes rendimientos. Mejor palabras suaves que los tuits amenazantes de hace no mucho. Así no obligan al Presidente de México a pronunciarse quien, con Biden fue como con Trump, sabía que calladito se veía más bonito.