Antes de autorizar la eutanasia para Lea cambié de opinión hasta tres veces en menos de 10 minutos, quería escuchar de parte de la veterinaria un diagnóstico que permitiera que ella venciera el cáncer, pero su edad, los tumores en el abdomen y pecho, además de la metástasis en sus pulmones y los daños en sus huesos de la columna, me convencieron que lo mejor era dormirla.
Recordé que los últimos días pasaba mucho rato dormida y batallaba para caminar. En ocasiones el hocico se le movía de forma involuntaria y parecía que estaba gruñendo.
Me senté en una silla, me recliné hacia ella, mientras que en mi mente un remolino de pensamientos y recuerdos se agolpaban uno detrás del otro, acariciaba con mis manos la cabeza y el cuello peludo de Lea.
Ella se dio cuenta de que estaba triste porque comenzó a lamerme las palmas de las manos.
Me acobardé y le dije: “No quiero que te duerman”.
Para ese momento mi cubrebocas estaba lleno de mocos y lágrimas, mis gafas empañadas.
Nunca pensé llorarle a mi perra y ahí estaba, arrinconado en una silla llorando con ella refugiada entre mis piernas y brazos.
A los tres meses de vida visitó el Hospital Veterinario de la UAA porque se contagió de parvovirus. Estuvo internada varios días y lograron salvarla.
Lea llegó a casa una semana después de haber adoptado a Hanna, una gorda Labrador muy activa que de inmediato la adoptó como su hermana.
Hanna y Lea se volvieron inseparables. A donde iba una la seguía la otra.
Lea fue dormida a los 10 años, en años humanos tenía alrededor de 66 años de edad. Meses atrás su cara comenzó a llenarse de pelo blanco, supe por sus canas que se estaba haciendo vieja. Los dos, los tres nos hicimos viejos.
Después de su primera cirugía para extirparle una cadena de tumores, su salud no fue la misma. A dos años de esa operación, el cáncer regresó de forma más violenta e invasiva.
Mientras deambulaba en el laberinto de mis pensamientos recordé que días después de que mi Gorda Madre falleció, su perra Azúcar aprovechó un descuido, salió de la casa y ya no regresó. En la familia sospechamos que se fue lejos, lo más lejos posible para morir a solas. Dicen que los perros presienten su muerte y se alejan de los suyos para no hacerlos sufrir. Nunca encontramos a la mascota consentida de mi mamá.
Acosté a Lea en una mesa metálica y ahí la canalizaron en una de sus patas. Le inyectaron anestesia, se fue quedando dormida poco a poco, mientras iba cayendo en ese sueño, del que no despertó, acariciaba su cabeza y puse mi mano sobre su hocico y nariz para que me oliera y supiera que estaba ahí, que la acompañé hasta el último segundo.
Lo siguiente era inyectar más anestesia para provocar una sobredosis. Me preguntaron si la inyectaban y con la cabeza asentí. No podía hablar, estaba con un nudo en la garganta y llorando al ver a mi Lea quedarse dormida.
Después de vaciar la jeringa la veterinaria salió del consultorio y cerró la puerta. Me quedé a solas con mi perra dormida. Yo autoricé que la mataran y me siento tan culpable por eso.
Me han dicho que fue lo mejor, pero no puedo quitarme el sentimiento de culpa.
Minutos después la veterinaria regresó y con el estetoscopio confirmó que el corazón de Lea había dejado de latir, que su cadáver sería incinerado y que la siguiente semana me entregarían sus cenizas.
Poco después de las tres de la tarde salí del hospital sin mi perra, en la mano llevaba la correa y su collar. Cuando entré a su cita no imaginé que saldría sin ella.
Al regresar a casa, Hanna buscó a Lea y no la encontró. Me olió el pantalón, los tenis, las manos, la correa y el collar. Me siguió por todos lados corriendo desesperada y no halló a su hermana.
Por la noche, cuando le llevé bolillo, hizo lo que nunca en su vida: ¡Me ladró!
Quise acariciarla y se fue.
Han pasado dos días desde que dormí a la Golden y la Labrador no me quiere ver. Me huye. Se me esconde, me evita. No quiere comer y se la pasa dormida. En un instante perdió a la compañera de su vida. Ahora tengo miedo que se muera de tristeza y la verdad no sé qué hacer con Hanna sin Lea.