Agapito se llamaba, y le decían Pito. Habría sido mejor que le dijeran Aga, pero le sucedió al revés que a Ritchie Valens, el joven e infortunado cantante creador de Donna y La Bamba. Su nombre era en verdad Richard Steven Valenzuela, y su director artístico se lo cambió por aquél. Le dijo Ritchie: “No me gusta el Valens”. “A mí tampoco -replicó el agente-, pero la única otra opción es Suela”. Pito era centro delantero del equipo de futbol Los Metateros de Cuitla, pueblo especializado en la elaboración de metates con sus correspondientes manos. (La mano del metate se llama metlalpil, palabra que en náhuatl significa “el hijo del metate”). Pues bien: en un encuentro Pito cometió una falta grave que hizo que el árbitro lo expulsara del juego que se disputaba y del siguiente. El periódico local dio la noticia: “Los Metateros saldrán a jugar su próximo partido con el Pito afuera”. De muchas ignorancias me vanaglorio, pero especialmente de una: no sé nada de futbol. Eso me libra de entristecerme cada vez que pierde el equipo nacional -habría vivido en la congoja casi todos los días de mi vida-, y de avergonzarme cuando los aficionados gritan a coro “¡Eeeeh, puto!” como gallarda seña de identidad nacional. El último partido de soccer al que asistí fue, si la memoria no me engaña, el 5 de febrero de 1964, al enfrentarse en el estadio de CU las selecciones de México y la URSS. Ganaron los rusos. Por supuesto el futbol no dispone de las completísimas estadísticas que caracterizan al beisbol -ni el Inegi, con todo lo eficiente que es, lleva unas estadísticas como ésas-, pero ojalá alguien me confirmara el dato de la fecha en que se celebró aquel juego en el cual por cierto me aburrí en tal forma que mejor me puse a leer un libro. (Llegué a pensar que tendría que meterlo de contrabando al estadio). Sé bien que estoy incurriendo en grave error al declarar mi falta de afición al soccer, así de numerosos son los aficionados a ese juego que ciertamente es el que cuenta con más seguidores en el mundo. Pero qué quieren ustedes: nací en tierra beisbolera, y beisbolero he sido por tanto desde mi nacimiento. Los dos más grandes tesoros que tengo en mi biblioteca son el Quijote anotado por don Francisco Rodríguez Marín y una pelota de las que firmaron Yogi Berra y Don Larsen cuando éste lanzó un juego perfecto en el quinto juego de la Serie Mundial de 1956. A pesar de todo lo anteriormente dicho no me parece bien que López Obrador, movido por su afición particular, destine miles de millones de pesos a construir o restaurar estadios de beisbol, en tanto que centenares de municipios mexicanos, especialmente los más pobres, afrontan penurias que los tienen al borde de la extenuación, si no de la extinción. El gasto que hace un Gobierno -llamémoslo así- no debe ser determinado por los gustos -o disgustos- de quien lo preside. Y ya no digo más. Voy en este momento a posar una mirada nostálgica en la pelota que firmaron aquellos dos inmortales del beisbol, y a acariciar amorosamente los tomos y los lomos del monumento cervantino al que dedicó su vida don Francisco Rodríguez Marín. El rudo vaquero Jock Highrump acudió al consultorio del único médico que había en Picadillo, Texas, (se pronuncia Picadilo), y le dijo que cada vez que en el campo desahogaba una urgencia mayor sentía un intenso dolor en ambos hemisferios glúteos. Desde luego él no usó esa barroca expresión. Jamás se ha usado en Picadillo ninguna forma del barroco. Dijo llanamente: “en las nalgas”. El doctor le preguntó a qué atribuía esa dolorosa sensación. Explicó el cowboy: “A que nunca me quito las espuelas”. FIN.
MIRADOR
Confieso que no dejé de sorprenderme cuando me habló aquel elefante.
Lector en mi edad infantil de fábulas morales, me acostumbré a que hablaran las zorras, los conejos, los gatos, los cocodrilos, las ranas, los ratones y una variada y numerosa fauna adicional, pero jamás había sabido de un paquidermo parlante. Me dijo:
-Es fama que los elefantes jamás olvidamos el mal que se nos hace. Oí acerca de un domador de circo que ridiculizó a uno al ponerle un tutú de bailarina de ballet, lo cual lo hizo objeto de la risa del público. Pasaron 50 años, y el elefante volvió a toparse con ese mismo domador. En plena función vació sobre él todo su contenido estomacal (bastante), con lo que la gente se divirtió aún más.
Le pregunté:
-Y ¿qué problema tiene usted?
Respondió el paquidermo:
-Yo no recuerdo nunca el mal que me hacen, pero jamás olvido el bien que recibo.
-Pues felicítese -le dije-. Eso lo distingue de todos los elefantes. Y de paso lo distingue también de la mayoría de los humanos.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Viene una onda gélida…”
La citada frialdad
-un frío de los demonios-
hará que en los matrimonios
haya más intimidad.