He aquí los himnos que cantan los esposos católicos —ellos y ellas— en el curso de su matrimonio. El primer año de casados: “Vayamos jubilosos a la casa del Señor”. A los 25 años de casados: “Te ofrecemos, Señor, este santo sacrificio”. A los 50 años de casados: “Juntos como hermanos”… It’s beginning to look a lot like Christmas. Se empieza a ver la Navidad, es cierto. No ignoro que esta época del año trae consigo tristeza para muchos por el recuerdo de quienes se fueron y el pensamiento de lo que nunca volverá. Yo he sufrido, igual que todos, las penas y quebrantos de la vida, y los heraldos negros que decía Vallejo han llamado también a mi puerta. Sin embargo, la temporada navideña es para mí la más bella del año, no sólo porque de ella guardo memorias entrañables —de mis abuelos, mis padres, mis hijos y mis nietos—, sino también porque siento la Navidad como un nuevo nacimiento, como una esperanza que se abre en medio de la noche para mostrar su cáliz lleno de dones. Nunca he tenido miedo a que me llamen cursi. Pienso que ese temor es la más grande cursilería. Por eso no me apena decir que estoy sacando ya mis discos de Navidad —los CD y los LP—; mis películas navideñas —las de Reginald Owen, Edmund Gwenn, James Stewart y Chevy Chase—, y sobre todo los inmortales relatos de este tiempo que hicieron Dickens y O. Henry. Se aromará mi casa con los perfumes hogareños de los tamalitos, los buñuelos, el champurrado y el humeante ponche, y miraré sentado en mi sillón de acogedores brazos cintilar las luces del pino reflejadas en el espejo que junto al pesebre finge un lago en el cual nadan un cisne inverosímil y un irisado pez de barro. Me aguarda la promesa de la cena en familia, con todas las precauciones pero con el infaltable pavo, el rico bacalao y los tradicionales romeritos. Pandemia, sí, allá afuera, y amenazantes demonios de una y otra especies, pero aquí adentro calor de espíritu y amores de corazón y de alma. Mira: ahora estoy mirando el Santa Claus que hace años me regaló el padre Roberto Infante, hombre al mismo tiempo tan humano y tan de Dios, aquél que en Monterrey recibía diariamente en su comedor de pobres a los más pobres entre los más pobres: borrachos, drogadictos, añosas prostitutas, mujeres y hombres olvidados, todos en abandono y soledad, y les daba pan para su cuerpo y consuelo para sus aflicciones. El Santa Claus está de rodillas, las manos juntas, los ojos llenos de ternura, ante el Niño Dios que le sonríe desde su cuna de pajas. Veo esa imagen, y el recuerdo del padre Infante me dice que en el mundo existen el bien y la bondad, y que hay infinidad de gente buena en medio de todas las perversidades que traen consigo la torpe apetencia de dinero mal habido o las mezquinas ambiciones de poder mal usado. Entonces la flor de Nochebuena se pinta de rojo para que yo la vea, y un villancico navideño desgrana sus notas en mi corazón. It’s beginning to look a lot like Christmas… “¡He dado muerte a los monstruos de la maldad que en mí habitaban! —clamó con sonorosa voz el pastor Christian S. Onward, pastor de la Iglesia de la Quinta Venida. (No confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que ha ordenado a sus feligreses no incurrir en adulterio hasta que se conozcan plenamente los efectos de la nueva cepa, la Ómicron, del coronavirus). Profirió, grandilocuente, el reverendo: “¡Maté al monstruo de la soberbia! ¡Maté al monstruo de la envidia! ¡Maté al monstruo de la avaricia! ¡Maté al monstruo de la lujuria!”. “Una pequeña aclaración, hermanos —intervino en ese punto la esposa del predicador—. Ese último monstruo murió de muerte natural”… FIN.
MIRADOR
Me da miedo esta máquina.
Es más inteligente que yo.
Juego con ella al ajedrez, y ella juega conmigo del mismo modo que el pérfido gato juega con el ratón antes de darle por piedad la muerte.
¿Cómo es posible que este diabólico artilugio me ponga trampas como los gambitos que ponían a sus adversarios el maquiavélico Fisher o el artero Kasparov? Y caigo en ellas, igual que en la red la mariposa, y cuando vuelvo en mí ya estoy perdido, y el jaque mate, inexorable, me aguarda en dos jugadas.
Reniego de mí mismo cuando pierdo, y maldigo con las peores maldiciones que se le pueden decir a un aparato. Estoy seguro de que en su interior se ríe de mí, aunque cuida de que su risa no aparezca en la pantalla.
Odio a esta máquina. Cuando me vence —eso sucede casi siempre— me dan ganas de estrellarla contra la pared. Pero sé que no falta mucho tiempo para que una de sus hijas domine al mundo, y no quiero que vaya a denunciarme ante ella por haberla maltratado así.
Me da miedo esta máquina.
¡Hasta mañana
MANGANITAS
“… Baja la popularidad de AMLO…”
Cada vez son más entecas
sus tasas de calidad.
Dentro de poco, en verdad,
tendrá que aumentar las becas.