Sonó el teléfono y el buró me pareció muy lejos para contestar la llamada. Con un ojo medio abierto alcanzo a ver el reloj despertador y pasan de las siete de la mañana. Me levanto de la cama y enciendo la cafetera. Salgo a la cochera y tomo el diario. Pongo miel y crema al café.
Siento frío en mis pies y me doy cuenta que sigo en la cama, sigo dormido, estoy soñando. No me he levantado, la taza sigue sin café y las notas del periódico siguen sin ser leídas. Vuelve a sonar el celular y dejo que siga sonando.
Lanzo un bostezo, dos, al final son tres bocanadas de aire.
El ruido de la cafetera moliendo el grano no es agradable. Trato de recordar qué fue lo que soñé. No logro recordar nada, quizá nada soñé. Vuelve a sonar el celular. Recuerdo que está sobre el buró y corre el riesgo de caer al piso por la vibración. Subo las escaleras, entro a la recámara, tomo el teléfono y lo pongo sobre la cama. Regreso por lo que será la primera taza de café.
Lavo tres ciruelas en el chorro de agua de la llave. Mientras leo la sección deportiva mastico las frutas y con mi lengua juego con los diminutos huesos, salgo al jardín y escupo las semillas en una maceta.
Tomo de mi café. Me duelen las piernas y los tobillos. Recuerdo que el día anterior fui a echar cáscara de fútbol con los amigos.
En silencio me río de mí, soy patético. Siento dolor como si hubiera corrido una maratón y apenas corrí unos cuantos metros detrás del balón. Cada vez juego menos y grito más.
Otro sorbo al café. Me lavo la cara. Me descubro una cana y me consuela saber que es parte de la juventud acumulada.
Mis perras ladran y ladran. Instantes después alguien timbra a la puerta. Se trata del señor que vende tunas, duraznos, quesos, higos, nopales, ciruelas, fresas y gorditas de maíz y trigo. Me deja un par de bolsas con gorditas, son 40 pesos por las dos.
El hombre carga un par de cubetas metálicas atadas a un madero que se echa a la espalda, a veces se me imagina una de esas personas que participan en las procesiones de Viernes Santo llevando un madero a cuestas.
Otro trago al café y una mordida a la gordita de maíz.
No tengo muy claro cuándo fue la primera vez que probé un condoche. Tengo recuerdos muy vagos de gente metiendo las bolitas de masa a un horno ubicado en el patio trasero de aquella vivienda de adobe en el polvoroso pueblo aquel de San Luis Potosí. La leña ardiendo y el olor del atole de maíz.
Me río cuando me percato que ese recuerdo del horno con leña pertenece al Siglo pasado. ¡Qué viejo estoy! Tomo más café y arranco otro trozo del condoche con sus orillas quemadas.
Ahora leo la sección de espectáculos, las carteleras del cine, aunque tengo semanas sin ir a una sala y no tengo planes de regresar.
Vuelve a sonar el celular. Voy por el teléfono y ya no está sonando. En el buró está mi libreta de apuntes. Veo lo último que escribí y no logro entender mi letra. Bajo a la cocina con el cuaderno en mano.
Tomo más café y logro descifrar mis garabatos:
Apaga la luz y enciende tu alma, suelta tus anclas y abre las alas.
No tengas miedo a dejar la carne, que sangre y cabello será lo que arde.
Sin piso, sin cielo, sin paredes sin tiempo.
No hay tierra, ni viento, no hay agua ni fuego.
Viaja ligero al este u oeste, deja huella y trasciende la muerte,
Ve más allá del norte o del sur, que los puros huesos queden en el ataúd.