Para que el toro de lidia viva, hay que matarlo. La frase suena dura, lo reconozco, pero es cierta. Antes de razonarla debo advertir a los lectores que esta columna es en defensa de la Fiesta de Toros, que ahora, por falta de conocimiento y reflexión, se busca prohibir en la Ciudad de México. La Tauromaquia es un ritual tan antiguo como el mundo. Se finca en el instinto del toro, en cuya naturaleza está el impulso de atacar. Tal característica no es aprendida: es heredada. He visto a becerritos de uno o dos días de nacidos embestir a quien se acerca a ellos. Tal es la razón de ser de esa especie, el toro de lidia, uno de los más bellos animales que en el mundo existen. Ver un soberbio ejemplar en la dehesa es contemplar una criatura majestuosa, noble y bravía al mismo tiempo. Respeto el punto de vista de los enemigos de la Fiesta (y más lo respetaría si todos ellos fueran veganos), pero les pido considerar que la prohibición de las corridas de toros traería consigo la extinción de esa hermosísima especie, el Bos Primigenius Taurus, y eso sería tan triste y lamentable como si desaparecieran de la faz de la tierra el tigre, el quetzal o el delfín. Si por un animalismo mal fundado se prohíben las corridas de toros, el destino del hermoso animal será el rastro, y el toro de lidia no está hecho para el rastro, del mismo modo que un caballo pura sangre no está hecho para tirar del arado, pues en su naturaleza está el correr, igual que en la del perro de trineo está el tirar de él. Esos instintos los utiliza el hombre para su provecho y para provecho mismo de su compañero. No hay criatura animal mejor cuidada que un toro de lidia. Durante 5 años vive vida de príncipe para luego tener muerte de rey. Se le da además la oportunidad de seguir viviendo —los del rastro no la tienen—, pues un toro que en el ruedo es indultado por su trapío, su nobleza y su bravura, llevará en adelante una vida mejor que la de un príncipe o un rey: vivirá como sultán. Tendrá 30 vacas sólo para él, sin otra tarea que la muy deleitosa de engendrar hijos que hereden sus cualidades. Alguna vez lo dije: si yo fuera toro y me dieran a elegir entre morir en un rastro o en una plaza de toros, escogería mil veces lo segundo, pues la muerte en el rastro es sórdida, en tanto que la del ruedo se da entre esplendor de música y colores. ¿Que se ejerce crueldad contra el toro en el curso de la lidia? Es cierto. Pero esas crueldades —la de la pica, sobre todo— sirven para llevar al toro a una muerte más rápida. Aun en esa crueldad hay una intención de benevolencia y respeto para el animal que ha sido llamado “su majestad el toro”, principal protagonista de la Tauromaquia, la cual se nombra “Fiesta de Toros” y no “fiesta de toreros”. Invito a quienes buscan prohibir las corridas de toros a que antes de ir contra ellas conozcan a fondo ese ritual, el más antiguo que en el mundo hay ahora, pues incluso la Iglesia católica cambió el suyo para modernizarlo. Ningún producto humano, excepción hecha del cristianismo, ha dado origen a tanto arte —música, poesía, pintura— como la Tauromaquia. Arte magnífico es la Fiesta de Toros, el único en que el artista crea su obra en la presencia inminente de la muerte, y ofrece su vida para crearla. Efímero como es un lance torero, en él reside la eternidad de la belleza. Una verónica de Manolo Martínez, un trincherazo de Silverio Pérez, un desplante de Lorenzo Garza, un par de banderillas de Armillita, una estocada de Eloy Cavazos duran lo que un instante, pero permanecen para siempre como una estatua eterna, como un perenne lienzo. Que no muera la Fiesta de Toros, para que no muera el toro… FIN.
MIRADOR
No hay frío que no se quite con un traguito de mezcal. Es como si al alma entrara un sol y al cuerpo una tibieza de mujer.
La sobremesa en la cocina del Potrero es cálida, y la leña en el fogón chisporrotea lo mismo que la conversación.
Don Abundio relata que doña Rosa, su mujer, hizo una manda, o sea una promesa, a San Francisco. En la peregrinación al Real hubo de alejarse de la procesión para satisfacer cierta necesidad menor. Cuando regresó todos se reían de ella. Y es que con el calzón se había cogido la bastilla de la enagua, y traía al descubierto la parte posterior.
Por fin alguien le dijo lo que sucedía. Doña Rosa, hecha una furia, le reclamó a su marido, que caminaba atrás de ella:
—¿Por qué no me lo dijiste?
Respondió él:
—Pensé que en eso consistía la manda.
Todos reímos, y doña Rosa se molesta. Dice:
—Viejo hablador.
Don Abundio figura con índice y pulgar el signo de la cruz, se lo lleva a los labios y jura:
—Por ésta.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“… Repunta la popularidad de Sheinbaum…”
Sigue ostentando su cetro,
—lo dicen otros, yo no—.
El público ya olvidó
lo que sucedió en el Metro.