El sexo tiene razones que la razón no conoce. En el ámbito de lo sexual hay más misterios que los que Eugenio Sue encontró en París. ¿Por qué, por ejemplo, a muchos hombres les agrada sentir en el momento del amor el roce de una prenda íntima femenina, y aun vestirla, sin que eso implique una tendencia homosexual, sino un puro deleite erótico? Otro misterio ha intrigado a los más famosos sexólogos que en el mundo han sido, desde Havelock Ellis hasta Masters y Johnson, pasando por el doctor Kinsey. ¿Por qué algunas mujeres se sienten atraídas por el trasero del varón, y gustan de los hombres que en esa región tienen abundante carnadura, aunque saben que tal profusión no implica otra semejante en la comarca delantera? Todo este exordio sirve para explicar uno de los muchos suspiros que en su vida ha exhalado la señorita Himenia Camafría, célibe autumnal. En la merienda de los jueves con sus amigas, una de ellas dijo: “A mí me vuelven loca los hombres con muchas pompas”. Suspiró la señorita Himenia y declaró: “Yo me conformaría con uno, aunque nada más tuviera las acostumbradas dos”. Pues bien: yo me conformaría con que sólo de vez en cuando López Obrador hiciera frente a la realidad, en lugar de evadirla esgrimiendo ante ella “otros datos”. En presencia de la masacre habida en San José de Gracia llegó al extremo de ponerla en duda por el hecho de que quienes cometieron los asesinatos tuvieron tiempo no sólo de recoger los cuerpos de sus víctimas y retirarlos del lugar de las ejecuciones, sino también de limpiar el sitio donde cometieron el tremendo crimen. Cuando leí la noticia del suceso, recordé por extraña asociación de ideas una canción de homenaje a Michoacán. Yo la aprendí de niño para cantarla con la coral de mi colegio lasallista en el cumpleaños de quien era entonces Obispo de Saltillo, don Luis Guízar Barragán. Él era michoacano. Nació en Cotija, población donde predominan los apellidos Guízar y Valencia con todas sus posibles combinaciones. (“Vámonos para Cotija, / ahí son buenos cristianos: / para no perder la sangre / se casan primos hermanos”). Me han dicho que Cotija es la ciudad del mundo que más Obispos ha dado a la Iglesia católica. No lo puedo confirmar, pero sí puedo decir que sus quesos tienen la misma calidad que los mejores de la Francia. Y hay momentos —uno de ellos es cuando vas a hacer una quesadilla— en los cuales un queso viene más a la mano que un Obispo, dicho sea sin ánimo de comparación. Aquella canción dice en su inicio: “Palomas mensajeras, deténganse en su vuelo, / si van al paraíso sobre él volando están. / Dios hace mucho tiempo que lo quitó del cielo / y por cambiarle nombre le puso Michoacán”. Pocos Estados del país, en efecto, pueden presumir de las incontables bellezas que Michoacán posee. Lo único feo que ahí he visto es la sólida, estólida estatua de Morelos, que sin embargo no alcanza a amenguar la preciosura de Janitzio. Morelia es una de las ciudades donde mi corazón habita, si me es permitido ese símil habitacional. En la recoleta plazuela que está frente a Las Rosas tengo recuerdos inefables, y la música del maestro Miguel Bernal Jiménez, lo mismo que las letras que escribió su hermosa compañera, doña Kitty, forman parte de mi vida. Ahora, por desgracia, Michoacán está asolado por la maldad de hombres perversos que han convertido en campo de sangre ese paraíso. Y lo peor es que el principal encargado de velar por la seguridad de los mexicanos parece no advertir la magnitud del problema, y sigue ofreciendo abrazos a los malos. Palomas mensajeras, deténganse en su vuelo… FIN.
MIRADOR
¿Cómo vendría a dar este guijarro al Río de Piedras del Potrero de Ábrego?
Río de Piedras. Lo llama así la gente porque desde tiempo inmemorial no lleva agua. En uno de los grandes huracanes del pasado siglo, o del antepasado, el curso del arroyo se alteró, y el antiguo cauce quedó huérfano de agua para siempre.
Suelo cruzarlo a veces para ir a la labor nombrada Los Coyotes, donde está el huerto de duraznos. Y ayer, al ir pasándolo, vi por azar, entre las piedras grisáceas, ocres, azulosas, esa guija de color verde jade.
Me detuve y la recogí. No conozco el lenguaje de las piedras —todas las cosas y todos los seres tienen su lenguaje—; de haberlo sabido le habría preguntado de qué lejana tierra vino, y por qué se quedó aquí, donde no hay ninguna otra piedra verde con la que pueda compartir su soledad.
Llevé a mi casa la pequeña piedra y la puse en el estante de los libros junto a una cajita de Olinalá de color verde. Así no se sentirá tan sola. De vez en cuando la sacaré para que mire el azul del cielo, el blanco de las casas, el amarillo de la luz del sol, el color invisible del tiempo. La llevaré a que vea otras piedras. Me lo agradecerá, estoy seguro. Tengo más fe en el agradecimiento de las piedras que en el de algunos hombres. Y alguna vez quizá, cuando yo menos lo espere, me dirá de dónde vino y por qué se quedó aquí.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Regreso a clases presenciales…”
Tras este encierro sin par
¿no olvidaron su quehacer?
Los alumnos de aprender;
los maestros de enseñar.