Las religiones, igual que los lupanares, son cosa de hombres. La frase es lapidaria, y tiene el defecto de la sonoridad, pero difícilmente habrá quien la contradiga. En casi todos los credos religiosos, incluidos los de origen judeo-cristiano, la mujer es objeto de discriminación. Se le relega en las funciones comunitarias y se le veda el acceso a las dignidades de la jerarquía eclesial. En los llamados libros sagrados la mujer aparece como culpable de la perdición del hombre, y raras veces es presentada bajo una luz favorable. El único libro de la Biblia dedicado a la mujer como tal, el Cantar de los Cantares, seguramente el más bello y expresivo poema erótico que se ha compuesto en la historia de la literatura, el más elevado canto a la mujer y a su misterio, ha sido neciamente desvirtuado por la clerecía, que lo hace ser una representación simbólica de la relación entre Cristo y su Iglesia. Mayor mixtificación, adulteración tan forzada, serán difíciles de hallar en los anales de la exégesis. El erotismo convertido en catecismo. ¿Se puede creer? En todos los ámbitos, a más del religioso, es posible localizar señales de la discriminación de que ha sido objeto la mujer. El refranero, por ejemplo, que se supone es voz del pueblo, es abierta y declaradamente misógino. “La mujer y la gata, de quien la trata”. “En cojera de perro y en lágrima de mujer, no creer”. “La mujer como la escopeta: cargada y en un rincón”. En el humor está presente también la misoginia: todos los países poseen un vasto repertorio de chistes contrarios a la mujer, principalmente en su aspecto de esposa, no se diga ya de suegra. Desde niños los mexicanos respiramos un aire machista. “Vieja el último”, decíamos al jugar carreras. “Los hombres no lloran”, era frase que oíamos incluso en labios de nuestras mamás. Sin darnos cuenta discriminábamos a la mujer. Un cronista deportivo llamó al futbol “el juego del hombre”. No previó que llegaría el tiempo en que en México lo jugaría comparativamente mejor la mujer. Era costumbre que el papá de un niño recién nacido repartiera puros entre sus amigos. Yo di a conocer en mi columna que una importante cadena nacional de tiendas de regalos estaba vendiendo puros para ese efecto con un letrero en la vitola que decía: “Fue niña, y qué”. (La vitola es la anilla de papel que llevan los cigarros puros). Consideré, y así lo dije, que esa inscripción era discriminatoria para la mujer. Al día siguiente recibí un mensaje del director general de esa empresa en el cual me daba la razón y me informaba que había ordenado el retiro inmediato de ese producto en todas sus tiendas. Mínima aportación fue ésa a la lucha por la igualdad de géneros, pero aportación al fin y al cabo. Otra hice que me enorgullece. Cuando me casé se usaba que el marido le daba a la mujer lo estrictamente necesario para el gasto de cada día. Se le consideraba incapaz de cuidar el dinero y administrarlo debidamente. Yo, en cambio, le di mi esposa todo mi sueldo desde nuestro primer día de casados. Lo sigo haciendo hasta ahora; me reservo únicamente mi modesta pensión de maestro, que dedico a satisfacer mis vicios: los libros, la música, la copa o el café con los amigos. Soy un adorador de la mujer. Soy un adorador de mi mujer. En esta fecha, y en todas las del año, hago mías las palabras del poeta jerezano: “Dios, que me ve que sin mujer no atino / ni en lo pequeño ni en lo grande, diome / de ángel guardián un ángel femenino”. Y digo, también con la voz de López Velarde: “Desdichado el que en la hora lunar / en su lecho no huele azahar”. ¡Feliz Día Internacional de la Mujer!… FIN.
MIRADOR
Llega el viajero a Cáceres de España, ciudad romana, gótica y arábiga.
Alejada de los usuales caminos del turismo, Cáceres tiene un encanto que no se puede traducir. En su nombre hay ecos cesarianos; son sus murallas un grave discurso medieval; se advierte aquí y allá la fina filigrana del Islam.
Al término de la muralla está una casa. La edificó Juan Cano Moctezuma, nieto del infeliz emperador mexica bajo cuyo reinado se cumplió el vaticinio de la llegada de los hombres blancos y barbados.
Hijo de india y español fue Cano, ejemplo del fecundo mestizaje que surgió desde los años iniciales de la presencia hispana en estas tierras. Porque los españoles no fundaban colonias: creaban reinos. No aniquilaban a la población indígena: se fundían con ella. Por encima de la mentirosa leyenda negra brilla todavía la luz de España en suelo americano con resplandores de cultura, de lengua y religión. Por eso en la casa de Juan Cano Moctezuma, indio y español, este viajero, español e indio, se siente como en su propia casa. Fin.
MANGANITAS
“… Muchas cosas han subido de precio…”
Hay algo, sí, resistente
a aumentos de precios tales;
los recuerdos maternales.
Todavía están a veinte.