“Desvístete delante de mi amigo —le pidió el marido a su guapa y escultural mujer—. Quiero que te vea completamente desnuda”. La bella señora se asustó al oír tan desatentada petición. Llena de turbación y azoro, le preguntó a su esposo: “¿Por qué me pides semejante cosa?”. Explicó el sujeto: “Es que el pendejo anda diciendo que me casé contigo por tu dinero”… Este colega mío, estadounidense, no hablaba ni jota de español. (Yo tengo para mí que eso de “ni jota” es una deformación de “ni iota”, pues la iota, equivalente a nuestra i, es la letra más pequeña del alfabeto griego, y cuando los antiguos querían aludir a la porción mínima de algo mencionaban esa letra. El pueblo modifica las expresiones cultas, y con frecuencia las hace más expresivas. La locución latina “Necessitas caret legem”, “La necesidad carece de ley”, la gente común —que es la más gente de las gentes— la convirtió en “La necesidad tiene cara de hereje”, que posee mayor fuerza, imaginación y claridad que la traducción literal de la frase. Pero me estoy apartando de mi relato, y eso que ni siquiera lo he empezado todavía). Este colega norteamericano, que no sabía nada de español, me habló hace tiempo de una experiencia que había tenido: “Yo pensaba que los nombres más comunes en México eran Jesús, Lupe, Pancho, pero acabo de pasar unos días en tu país y ahora sé que el nombre más usado es Güey. Por todas partes oí decir: ‘Oye, Güey’. ‘Ven, Güey’. ‘Mira, Güey’. ¡Cuántos mexicanos, lo mismo hombres que mujeres, se llaman Güey!”. El relato me sirve para ilustrar el abuso que en ocasiones hacemos de las palabras, siendo que la palabra, con la facultad de poder dejar constancia de ella, es lo que en verdad distingue al hombre de las demás criaturas animales. En estos días la palabra que más se escucha en México es “traidor”. Al parecer todos los habitantes del país somos traidores, tanto los que apoyan a López Obrador como quienes disentimos de él. La palabra “traidor” es de mucho peso. Deberíamos racionarla. Deberíamos racionalizarla. Sucede que el actual Presidente nos ha dividido a los mexicanos en dos bandos irreconciliables: los fifís o conservadores —que paradójicamente son al mismo tiempo neoliberales— y el pueblo bueno y sabio que le da no sólo su respaldo, sino también su adoración, y hace de él en el mundo, según encuestas internacionales, el segundo Presidente con más apoyo popular. Posiblemente lo es, al menos mientras tenga dinero para seguir repartiendo las dádivas con las cuales mantiene viva la fidelidad y veneración de su numerosísima clientela. Los dos bandos se lanzan unos a otros aquel epíteto que suena como un latigazo: traidor. Guardémoslo para cuando realmente lo necesitemos. Por ejemplo, cuando alguien, violando el juramento que hizo, pretenda reelegirse, o al menos prolongar su mandato, idea ésta última que al parecer ya lo ha tentado, y para ver la posibilidad de concretar la cual hizo un par de tanteos. Ése sí sería un verdadero traidor. Ésa sí sería una real traición a México. Reservemos esas palabras, “traidor” y “traición”, y usémoslas en ese caso, cuando realmente se justificarían. Ojalá nunca se presente la ocasión de emplearlas, pues eso significaría la ruina total de nuestro país y el acabamiento de nuestras libertades… Pirulina, joven mujer, tenía, como suele decirse, muchos kilómetros de vida recorridos. Un día, cansada ya de sus devaneos, decidió sentar cabeza, para lo cual echó mano a un recurso extremo: se casó. Al regresar de la luna de miel sus amigas le preguntaron: “¿Cómo te fue?”. “No muy bien —respondió ella—. Lo único king size fue la cama”… FIN.
MIRADOR
Iba la lechera con su cántaro al mercado.
Al ir por el camino hacía cuentas: con el dinero que sacaría por la venta de la leche compraría pollas que se convertirían en gallinas que le darían huevos; al venderlos obtendría una ganancia que le permitiría comprar terneras que se harían vacas; las vendería y se compraría una casa, y ya dueña de una casa no le sería difícil encontrar marido.
En eso venía un fabulista. Vio a la lechera e imaginó una fábula moral en la cual la muchacha se caía y se rompía su cántaro. ¡Adiós leche, y pollas, y gallinas, y huevos, y terneras, y vacas, y casa, y marido!
Sucedió, sin embargo, que el que se cayó fue el fabulista, y se rompió la mano con la que escribía. ¡Adiós, fábula!
Este cuento tiene una moraleja: por lo general tienen mejor suerte las muchachas que los fabulistas.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“…Los ministros de la Corte
no contaron bien sus votos…”
Un consejo singular,
pero bastante sencillo:
contraten un muchachillo
que los ayude a contar.