No conocí a mi abuela paterna. Murió en plena juventud al dar a luz a su única hija después de haber traído al mundo a cinco hijos varones, de los cuales mi padre fue el mayor. Conservamos un retrato de ella, y todo el que lo ve dice invariablemente: “¡Qué hermosa era!”. El abuelo, joven también, no volvió a tomar estado. Le guardó fidelidad perpetua a la mujer amada. Cosas de antes. Del otro abuelo, el materno, tengo sólo un vago olvido. Llevaba yo 3 años en el mundo cuando papá Chema se fue de él. Su esposa, mamá Lata, la madre de mi madre, jamás volvió a vestir más que de negro. Cosas de antes. Doña Liberata sabía de las cuestiones del Cielo, y conocía también las de la Tierra. Ninguno de los dos saberes sobra, pienso yo. A sus hijas en edad de merecer les daba un consejo que en este tiempo de empoderamiento femenino —absolutamente justo— no tiene ya vigencia. Les decía: “Antes de casarse abran muy bien los ojos; después ciérrenlos un poquito”. (Ahora un marido actual se queja: “Des’que mi mujer trabaja, de pendejo no me baja”). A sus hijos hombres casaderos mamá Lata los instruía: “La mujer por lo que valga, no por la nalga”, y les aconsejaba. “Búsquense una muchacha de buen fondo”. Mi tío Rubén, hermano de mi madre y papá de mi inolvidable primo Rubén Aguirre, el Profesor Jirafales, oponía una objeción a ese consejo: “Pero, mamá, el fondo ¿quién se los ve?”. Razón de sobra tenía mi querido tío. En efecto, el fondo de las cosas es las más de las veces invisible. Ignoramos, por ejemplo, cuál es la causa de las buenas relaciones que parece haber entre López Obrador y aquéllos a quienes con temor y precaución la gente llama “los malitos”. Porfirio Muñoz Ledo pareció tocar una fibra muy sensible cuando habló de una especie de pacto entre el Presidente y la delincuencia organizada. Difícil cosa de probar es ésa. El fondo, ¿quién se los ve? Lo cierto, sin embargo, es que AMLO —el que acudió a saludar a la madre del poderoso narco en el automóvil de la señora; el que ordenó la liberación del ya aprehendido; el que se disculpó con el señor por la inexcusable falta de haberlo llamado por su apodo— debe cuidar las formas si no quiere que su sexenio vaya a ser conocido en la historia política del México moderno como el del narcoGobierno. Ya empieza a escucharse esa expresión… El cuento con el cual baja hoy el telón de esta columna es de color muy rojo. Por principio de cuentas trata de un piel roja. Soldado en el Ejército de Estados Unidos, un obús del enemigo le mutiló las pompas en Afganistán. El médico del hospital le dijo: “Podemos trasplantarle otras pompas, pero las únicas que tenemos disponibles ahora son de hombre blanco. No sé si las acepte usted”. “Póngamelas, doctor —pidió el piel roja—. Yo lo que quiero es poder sentarme a gusto”. El cirujano, pues, hizo el trasplante, con tan buena suerte que no hubo rechazo, pese a la ancestral rivalidad entre los nativos americanos y los invasores de raza blanca de sus tierras. Pasó un tiempo, y cierto día el médico se topó con su paciente en Estados Unidos, y lo reconoció. “Usted es el piel roja al que le trasplanté unas pompas de hombre blanco. ¿Cómo le ha ido con ellas?”. “Muy bien doctor —replicó el indio—. Me llenan perfectamente el pantalón; puedo sentarme muy a gusto. Claro, los de mi tribu me hacen bromas acerca de mis pompas, por ser de hombre blanco. Cuando nado con ellos en el río me las pellizcan, me las agarran. Algunos incluso me las piden”. “¡Qué barbaridad! —se escandalizó el facultativo—. Y usted, ¿qué hace?”. Contestó displicente el piel roja: “Pues se las doy, doctor. Total, que se joda el cara pálida”… FIN.
MIRADOR
Aquí un hombre murió de mala muerte.
Eso quiere decir que no murió de su muerte, como el que muere de viejo. Significa que lo mataron.
A puñaladas, recuerdan los ancianos del Potrero. Y por una mujer, recuerdan las ancianas. Y añaden que esa mujer no fue ni para el muerto ni para su matador. Se casó con otro al que ni siquiera conocía en el tiempo en que el crimen —por su causa— sucedió.
El difunto se apellidaba Ribera. Así, con be grande, como antes se decía. En su memoria se levantó una tosca cruz de palo ahí donde lo asesinaron. Con el tiempo se cayó el brazo de la cruz y quedó solamente un morillo clavado en la tierra. Aun así la gente le sigue llamando “la cruz de Ribera”.
Siempre que paso por ahí me santiguo. Mis nietos, que no saben del hecho ni ven ninguna cruz, me preguntan con extrañeza:
—¿Por qué te persignas, abuelo?
Les respondo:
—Por mí.
Y es cierto. Siempre que me persigno o me santiguo lo hago por mí. Para que Dios me libre de mí.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“… Debemos apretarnos el
cinturón, pide el Gobierno…”
Con gusto lo obedecemos,
pero hago una aclaración:
con esto de la inflación
ya ni cinturón tenemos.