- NOTA INTRODUCTORIA
En Aguascalientes, como en otras partes del país, el calor ha sido inclemente en estos meses. Nos movemos despacio y nos paraliza en el trabajo, nos cambia el comportamiento y nos daña las relaciones interpersonales. El impacto de este sol despiadado me hace recordar a Comala, ese territorio de ficción de Juan Rulfo, en donde el verano es perpetuo. Aguascalientes, hoy, como en ese pueblo, está «sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno». Nuestro campo está seco, los animales mueren de sed, el viento ayuda un poco, pero no hay esa lluvia que alivie y nos salve.
Mientras tanto, políticos están en campaña, deseos de ayudar al pueblo, con sus frases machaconas, ignorancias y sonrisas forzadas. Pobre de Aguascalientes, pobre de nuestro México lindo y querido. Ellos ganan siempre, pero la violencia cotidiana no cesa y la corrupción e impunidad ya se hicieron costumbre dentro y fuera del gobierno; han llegado a nuestras instituciones educativas y para ejemplo está nuestra Universidad Autónoma de Aguascalientes.
Y este calor que no cesa, que nos hace ser apáticos al paso de acontecimientos reprobables y delirantes.
¿Son los costos del progreso? Queríamos modernidad y estamos destruyendo lo que de generoso tenía el mundo. Tenemos empresas transnacionales que dan empleo y dan aire a la economía local; tenemos más libertades y una gran Feria para presumir; sin embargo, poco importa si los sueldos y las condiciones laborales de los trabajadores son de miseria; poco importa si la violencia se ha extendido en nuestras comunidades y calles; poco importa si nuestros gobernantes son ineptos, corruptos e ignorantes; poco importa si nuestros niños y jóvenes realmente están aprendiendo a ser mejores personas; poco importa si nuestras instituciones y el personal de salud están cumpliendo con su trabajo; poco importa si la gente planta árboles y cuida el medio ambiente; poco importa si el agua escasea y se monopoliza…
No hay arcadias ni lugares de ensueño a los que se pueda regresar, pero sí hay territorios y costumbres que se pueden y deben recuperar. No todo está perdido. La paz y la tranquilidad son clave para mejorar nuestra convivencia, y sí la podemos rescatar. De igual manera, podemos regenerar nuestro territorio natural y ser más responsables con el medio ambiente. Nuestros ríos, arroyos, presas y bordos deben volver a tener vida.
En esta tierra hubo fertilidad y abundancia, de manera que dio origen a lo que hoy es Aguascalientes. Así lo dice la historia.
- AGUASCALIENTES EN LA MIRADA DE LOS VIAJEROS
Hay una sentencia que señala que la gente que vive en un lugar determinado no se da cuenta de lo bueno o malo que tiene sino hasta que una persona de afuera lo percibe y lo comenta. Parece ser el caso de lo que ocurrió hace muchos años en este territorio que habitamos. En los testimonios que compiló José N. Iturriaga, en su libro “Miradas extranjeras al estado de Aguascalientes”, nos encontramos con un lugar extraordinario para vivir, con un clima favorable y agua en abundancia.
Desde mediados del siglo XVIII, por ejemplo, ya se hacía referencia a ciertas bondades de su tierra. En un viaje por lo que ahora es el centro de México, el ingeniero militar español Nicolás de Lafora escribió que la villa de Aguascalientes estaba “situada en un llano bien cultivado, con muchas tierras de labor que producen con abundancia chile, maíz, frijol y algún trigo; al este, a la distancia de una legua, -describió- hay un ojo de agua caliente medicinal, que desciende formando arroyo por la villa, y se invierte en el riego de varias huertas y chilares”.
Años más tarde, cuando México logró su independencia y estableció relaciones diplomáticas con varios países, el primer embajador inglés viajó a la nueva nación y visitó Aguascalientes. Narró que se había hospedado en la Hacienda de San Jacinto de la marquesa de Rul, donde empezaba el cultivo que hacía famoso al distrito de Aguas Calientes y que llegaron el 27 de diciembre de 1826 a la ciudad, en donde había casas elegantes, en particular la de la familia de Guadalupe, que ocupaba medio lado de la gran plaza. También se fijó en su agua abundante y maravillosa, y escribió gustoso: “existen fuentes de aguas minerales termales… El agua es hermosamente clara y su temperatura deliciosa”.
Dos décadas después, en 1844, el alemán Eduard Mühlenpfordt escribió que Aguascalientes tenía buen clima, que el maíz era el principal producto agrícola y que su ubicación geográfica era muy adecuada para el comercio en la región. Se refirió a Asientos de Ibarra y Tepezalá como centros importantes en la minería de donde se extraía plata, cobre y plomo. De sus habitantes, señaló: “viven holgadamente y muestran un carácter pacífico y gentil”. También escribió sobre los manantiales de aguas termales, sobre un “hermoso Parián” en el centro de la ciudad y de una “gran feria anual” que comenzaba el 24 de diciembre y duraba 14 días.
Con este tipo de expresiones sobre Aguascalientes escribieron otros extranjeros. Un médico norteamericano de nombre Josiah Gregg, por ejemplo, señaló que la ciudad estaba situada en “una altiplanicie muy bella” y que mucha gente se dedicaba a la manufactura de rebozos y otros textiles, principalmente de algodón. A su vez, un viajero de Prusia, Gustavus von Tempsky, llegó a la ciudad y dijo que notaba bienestar en la población, pero, al mismo tiempo que tenía una postura en contra de los extranjeros, por aquello de los ejércitos invasores en el país.
El francés Jean Alexis de Gabriac destacó, por su parte, que autoridades de Aguascalientes desaprobaron la Constitución Federal de 1857, porque, supuestamente, cuestionaba el poder de Iglesia Católica y tenía ribetes socialistas. Del apego católico local, se mencionó la existencia de una proclama del gobernador Juan Chávez, bandolero y aliado a los franceses, que señalaba que había que “levantar la religión y devolverle su prestigio perdido”.
A finales del siglo XIX, la norteamericana Fanny Chambers Gooch, en su paso por Aguascalientes, destacó la presencia sobresaliente del ferrocarril y su impacto positivo en la región.
Estas narraciones de extranjeros complementan una visión panorámica del Estado y la ciudad de Aguascalientes, destacando aspectos diversos y significativos, no únicamente sobre su economía y política, sino también sobre su cultura. Llama la atención que estas personas se sorprendieran gratamente de un medio ambiente natural que daba vida y sustento a sus habitantes.
- EL “PROGRESO” LLEGA A AGUASCALIENTES
Como el resto del país, Aguascalientes comenzó a tener estabilidad política en la segunda mitad del siglo XX y logró contar con un desarrollo económico que favoreció a la sociedad. En particular, durante el gobierno de Porfirio Díaz, la ciudad tuvo varias transformaciones relevantes.
La fuente central de ingresos de los aguascalentenses seguía siendo las actividades agrícolas, pero esto no significaba que la estructura del campo fuera estática. La tenencia de la tierra, por ejemplo, ya desde los últimos años del siglo XIX venía modificándose y los grandes latifundios desaparecían ante una economía regional que demandaba nuevas formas de producción y de mercado.
Al momento del estallido de la revolución, Aguascalientes se caracterizaba por la apropiación y control privado de la tierra. Según el historiador Alfredo López Ferreira, en su tesis doctoral “Continuidad, transición, ruptura y acomodamiento, 1906-1950”, las formas de propiedad eran básicamente la hacienda, el rancho y los minifundios. La propiedad campesina comunitaria prácticamente había desaparecido con la individualización de los bienes y no existían terrenos baldíos.
Los historiadores locales -que son afortunadamente cada vez más- nos mencionan que Aguascalientes vivió una “fiebre industrializadora” a finales del siglo XIX, beneficiando a la población, aunque también señalan que hubo ciertos daños y perjuicios, entre ellos los medioambientales.
Las decisiones de los gobernadores porfiristas, como Alejandro Vázquez del Mercado y Rafael Arellano Ruiz Esparza, de abrir las puertas a empresarios nacionales y extranjeros, no sólo respondieron a esa concepción del progreso al estilo europeo, sino a una necesidad económica evidente. Según Jesús Gómez Serrano, a finales del siglo XIX, cuatro empresas aceleraron el proceso industrializador y la vida socioeconómica entera: a) los talleres generales de reparación del Ferrocarril Central; b) la gran fundición central; c) la compañía de luz, y d) el molino La Perla.
a) Los talleres del ferrocarril en Aguascalientes tenían sus antecedentes en la Compañía Limitada del Ferrocarril Central Mexicano, creada en 1874, cuya concesión fue transferida en 1880 a Robert R. Symon, un hombre que más tarde contribuyó a crear el Ferrocarril Central Mexicano. Las vías férreas fueron inauguradas a principios de 1889, su extensión era de 92 kilómetros y cruzaba el Estado de sur a norte.
Con la introducción del ferrocarril, el transporte de mercancía y la comunicación fueron más fluidos y efectivos, lo que favoreció el desarrollo de las unidades productoras y comerciales en el campo, la minería y la industria. La empresa ferroviaria en sí misma representaba una fuente de ingresos para una población obrera que se colocaba por encima de otros trabajadores en cuanto a condiciones laborales. A principios del siglo XX, la empresa contaba con más de 3,000 operarios.
b) En la minería y metalurgia de Aguascalientes, entre 1890 y 1925, resaltaban las inversiones de la familia Guggenheim. Fue ésta la que revitalizó la explotación de minas en Asientos y Tepezalá. Con la construcción de la Gran Fundición Central de Aguascalientes se creó, además, un poder en torno al cual giraba una gran parte de las actividades económicas de la Entidad. La empresa se retiró en 1925, dejando una profunda inestabilidad socioeconómica que tardaría tiempo en desaparecer, según lo relata Gómez Serrano en su libro “Aguascalientes: imperio de los Guggenheim”.
c) Respecto a la electrificación en el Estado, los beneficios que aportó fueron extraordinarios. Los centros mineros aumentaron su extracción y hubo un gran avance en la industria textil, los molinos de harina, las fábricas de cerveza y muebles, las industrias del vestido y el calzado, las fábricas tabacaleras y alimenticias y otras pequeñas y medianas empresas.
Con la luz eléctrica, el alumbrado público también se transformó y las calles fueron más seguras y transitables. El servicio de transporte de mulas fue sustituido por los cómodos y atractivos tranvías eléctricos. Más adelante, la radio y los servicios telefónicos se convirtieron en aparatos imprescindibles para la comunicación y, en el caso de la radio, para la diversión. En suma, la vida cotidiana de los habitantes cambió radicalmente, dentro y fuera del hogar, y no únicamente de la ciudad sino de todo el Estado.
d) Otra industria importante en la ciudad, propiedad de Juan Douglas, era La Perla, una fábrica de almidones, dextrina, maicena, harina de maíz y otros derivados de ese grano. También existían otras compañías de cierta relevancia, aunque su impacto en la economía de la región no era comparable con las antes mencionadas. Según Vicente Ribes, existían fábricas de tejidos, tabaco, jabón y cerveza, así como talleres artesanales de tipo casero que ofrecían alternativas de empleo para la población pobre y sectores medios.
- NOTA FINAL: LOS MALES DEL PROGRESO
Un grave problema de aquella época fue la contaminación y la falta de higiene pública. La ciudad estaba cruzada por tres arroyos: los Arellanos, por el norte; El Cedazo, por el sur, y los Adoberos, por el centro, que dividían a la urbe entre su centro y los barrios de El Encino, La Salud y otros caseríos pobres del sur.
Según Gerardo Martínez, en su libro “Cambio y proyecto urbano en Aguascalientes, 1880-1941”, por la mayoría de las calles de la ciudad, corrían acequias con el agua para el riego de amplias y bonitas huertas y para el suministro de las fuentes públicas, pero que se fueron contaminando con los desperdicios de las fábricas y talleres que se instalaban sin el mayor control de las autoridades locales y de la población. El progreso tenía sus costos.
La falta de control también propició que los desechos humanos llegaran a esos arroyos, que con el tiempo propiciaron epidemias. Las acequias recogían en su camino toda la basura de las fábricas, talleres, calles y viviendas. En 1885, el jefe político se quejaba de que “una de las malas costumbres que mucho perjudican a la limpieza, al ornato y a la salubridad públicas, (era) dar salida por las calles a las aguas sucias que (servían) para baños, para el lavado y para otros usos domésticos”. Esta autoridad se quejaba, pero no ponía remedio a una grave problemática que fue creciendo con los años.
Guardadas las proporciones, el progreso porfirista y sus consecuencias nos ponen a pensar en lo que ocurre hoy. Los tres arroyos que tenía la ciudad fueron desapareciendo, al igual que las huertas y las arboledas. El agua que tanto disfrutaron nuestros antepasados hoy se está acabando y las autoridades no están resolviendo el problema de raíz. El contubernio entre gobernantes y particulares, que violan leyes y favorecen ganancias, ha estado por encima del derecho que tenemos los aguascalentenses a un lugar digno y sano para vivir.
Mientras tanto, con lo que se puede, seguimos defendiéndonos de este sol inmisericordioso.