Por: Salvador Camacho
- HELICÓN Y UN NUEVO LIBRO
Hace un par de semanas se presentó el nuevo libro de Ricardo Orozco Castellanos, titulado “Los días guardados. Memoria en fragmentos”, en el programa sabatino Helicón, de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. De este libro, el foco central de la exposición fue un capítulo sobre las huertas del Barrio de la Salud: “La expulsión del paraíso”. En esa ocasión tuve la oportunidad de exponer el contenido del libro e invitar a la audiencia a su lectura, tal como lo hago ahora.
Helicón es un proyecto cultural, cuya idea original surgió en casa del doctor Alfonso Pérez Romo, en 2018, según nos cuenta su amigo Arturo Silva Ibarra. En lo personal, el proyecto me parece muy valioso en tanto que la universidad abre sus puertas a la sociedad y ofrece cultura, ésa que tanto nos hace falta a quienes vivimos en este territorio. Con este programa, la UAA se transforma en ese lugar de la mitología griega en donde la cultura y la sabiduría eran el centro de la convivencia entre personas. Así, cada sábado, especialistas en algún ámbito del saber, comparten su trabajo.
El libro de Ricardo Orozco se escribió en la época de la pandemia, dudó de si sería una autobiografía y decidió que mejor fuera un libro que recuperara momentos especiales de su vida. Por eso, al final, tituló este conjunto de testimonios como Los días guardados. Memoria en fragmentos. Ante mi pregunta “¿de qué manera te influyó el encierro para evocar tu pasado y plasmarlo por escrito?”, él me responde: “Fue como un motor que me impulsó a bucear en el tema de la muerte de los seres más queridos, aunque no por el Covid”. Por esto, el libro está dedicado a sus antepasados y a sus actuales familiares y, por su puesto, “siempre a Cecilia”.
El libro tiene 13 textos breves, con temas variados que van desde el recuerdo de sus familiares que ya no están, como ya lo dijo, hasta sus deseos de bailar tango y cocinar. Al final, tuvo la oportunidad de charlar con Alicia Giacinti Comte, compañera en el Seminario de Cultura Mexicana, que también publicó un libro sobre sus viajes alrededor del mundo y ella le recomendó a Araceli Suárez Aroche para su edición y publicación. El libro es amigable, porque, además, Ricardo tiene el don de la palabra escrita. Sus historias de vida son valiosas no únicamente porque lo que escribe tiene una importancia para quienes conocemos parte de lo que él nos narra, sino particularmente, porque lo hace desde quien tiene el dominio del cómo expresarlo.
Y no es para menos, él también hace literatura, escribe poesía y prosa. Algunos de sus libros son: “Dibujo en el aire”, “Desequilibrio”, “Viajeros del tiempo. Ensayos literarios”, “Partituras del íntimo decoro”, “Música para los Fuegos de Artificio, 2014-2021” y, entre otros, “El tranvía del Dr. Freud y viceversa. Relatos”. Pudiéramos mencionar que, a diferencia de los anteriores, el libro “Los días guardados” tiene como corazón, como centro, la memoria y la nostalgia hecha literatura, un libro que agrada y nos involucra en momentos de la historia de algunos pueblos de los Altos de Jalisco y, sobre todo, de la ciudad de Aguascalientes.
- CARTA DE PRESENTACIÓN
Ante una pregunta que le formulé hace unos días, Ricardo me respondió que este libro es un trabajo de narrativa, “pero no son cuentos, son estampas”, me aclara. Además, el enfoque, como ya se dijo, es “más autobiográfico que los demás, incluidos los de poesía”. Para Ricardo, “hay un efecto buscado de condensación narrativa” y “quiere decir que el estilo lo marca el tema”. En este trabajo los rasgos predominantes son “el humor, la ironía, la compasión y la nostalgia”.
A manera de presentación, hay que decir que el maestro Ricardo nació en Aguascalientes, el 13 de octubre de 1955; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas y la maestría en Literatura Iberoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y ha sido docente en la Universidad Autónoma Metropolitana y en el Colegio de Bachilleres, donde también fue director del Plantel 20. En la UAA, fue un destacado profesor que propició la formación de generaciones de estudiantes en la carrera de Letras.
Hace unas semanas, la maestra Carito Castro, nuestra compañera del Seminario de Cultura Mexicana, Corresponsalía Aguascalientes, también habló de esta manera tan especial de escribir que tiene Ricardo y citó a Miguel de Cervantes Saavedra, quien dijo que “La pluma es la lengua del alma” y con el alma Carito Castro lo leyó. Y la entiendo, porque Ricardo, al narrar parte de su vida, nos invita a pensar en la nuestra. Si él comenta sobre su relación con sus abuelos y los lugares en donde ellos vivieron, yo pensé en los míos y quienes también lean el libro pensarán en los suyos.
Hay sencillez y pulcritud en la manera en que trata temas relevantes y complejos de la vida, que son de Ricardo y de muchos de nosotros. La narración del fallecimiento de los seres queridos, de sus enfermedades, torpezas y su carácter tímido y medroso están presentes, como lo están también, por otro lado, las aventuras de estudiantes, su amor por su novia y ahora esposa, sus logros y alegría al bailar y las relaciones con los espacios entrañables, como las huertas de La Salud y sus inquietudes de adolescencia.
- NARRATIVA EXPRESIVA Y DIVERTIDA
Comparto aquí, a manera de ejemplo, un acontecimiento estudiantil, cuando él y sus compañeros inquietos vieron bailar a su maestra de la materia de Inglés:
“Imitaba a la perfección a Sara Montiel, como quedó de manifiesto en algún festival (a lo mejor el Día de las Madres), cuando cantó y bailó ‘El relicario’, ataviada con una maravillosa ‘bata de cola’ de enormes lunares rojos. En un colegio exclusivo para varones, ante ciento cincuenta adolescentes, causó un revuelo inimaginable: labios pintados color bermellón, un lunar falso en el mentón, con aquella peineta que adornaba sus cabellos color azabache, recogido sobre la nuca de un pequeño chongo, sus andares moriscos, el meneo de las caderas, el taconeo sobre una improvisada tarima; y esos gestos que reproducían fielmente el movimiento de unas pestañas como unas cortinas que subían y bajaban coquetamente para velar y desvelar su mirada pícara, y aquella lengua asomaba lúbricamente entre los labios mientras pronunciaba -como paladeándola- la palabra ‘re-li-ca-rio’. Si alguien hubiera pasado entre las sillas vendiendo vasitos para la baba hubiera hecho un pingüe negocio, sin duda”.
Hay humor en el libro, ciertamente, pero también está lleno de nostalgia, lo reconoce el autor, porque bien se ha dicho que se vuelve más fácil caer en ella en la medida que el tiempo se va acumulando en las personas. Y el tiempo -lo dijo el gran Jorge Luis Borges- es la sustancia de la que estamos hecho: “El tiempo es un río que me lleva, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”.
En el libro de Ricardo nos reconocemos en ciertos temas. Hace mención, por ejemplo, a la vieja discusión familiar de quienes tenemos alguna raíz en los Altos de Jalisco. Desde luego, se anota esa hipótesis de que los alteños, por su color de ojos y piel, son descendientes de un grupo de soldados franceses que se perdieron y se quedaron en esa región para vivir y procrear. También está la idea de que los habitantes de los Altos de Jalisco tienen la raíz del pueblo judío sefardí que llegó a España y que, años después, muchos de ellos viajaron a América.
El recuerdo de las cosas del pasado no necesariamente es el recuerdo de las cosas como en realidad sucedieron, dice Marcel Proust. Y no hay problema por ello, pues Ricardo no trata de escribir una historia científica con datos duros, porque ni los historiadores escriben “la verdad objetiva”, aún con el uso de fuentes primarias. Tampoco era el propósito de Ricardo.
Él deja que circule la sangre y los sentimientos, evoca personas y lugares entrañables. Su escritura está teñida “con los colores de la imaginación”. Evoca a su padre varias veces y lo caracteriza como un hombre de carácter seco y distante, pero que en el fondo –dice- era un hombre sensible y amoroso. Y cómo iba a ser de otro modo, si nuestra cultura e historia como hombres mexicanos no permitimos dar lugar a las emociones. “Los hombres no lloran”, nos dijeron desde niños.
Comparto aquí un fragmento de las referencias que hace de su padre. Es francamente conmovedor. Nos comparte el acontecimiento de un viaje en el que sólo ellos dos estuvieron.
“Atesoro esa experiencia como una prueba de que, aun entre un padre tan poco afectuoso, tan poco dado a mostrar su cariño con signos físicos (no daban abrazos, mucho menos besos, no te tomaban de la mano, ni aferraba con su brazo tu hombro) y un muchacho de doce años a punto de entrar a la etapa más crítica, la adolescencia, aun así, reitero, los nexos de amor paterno-filial afloraron, de tal modo que nunca he olvidado ni el menor detalle de esos dos días en que visitamos parientes en diversos pueblos de los Altos de Jalisco y al final fuimos a Guadalajara a presenciar un partido de beisbol protagonizado por los Charros de Jalisco en el Estadio Tecnológico, ubicado si no recuerdo mal, al oriente de la urbe jalisciense, Cerca de San Pedro Tlaquepaque. Al llegar al estadio, como no habíamos comido y ya era tarde, mi papá me compró un refresco y una torta (allá se llaman lonches) y me hizo sentir el niño más feliz de la tierra por unas cuantas horas. La felicidad, puede definirse para mí con la imagen de ese niño viendo un partido de beisbol junto a su padre, ese hombre algo tosco que le abrió las puertas de aquel paraíso mínimo, movido tan solo por el amor”.
- LA NOSTALGIA ES UN ARCHIVO VIBRANTE
¿Será verdad que “la nostalgia es un archivo que elimina las asperezas de los viejos tiempos” (periodista norteamericano Doug Larson)? Tal vez sí, porque la nostalgia, nos dice un destacado novelista norteamericano, Don DeLillo, “es un arreglo de agravios entre el pasado y el presente” y “es una de las más legítimas y más duraderas emociones humanas” (Irving Kristol), aunque, a veces, se corre el riesgo de llegar a una melancolía sufrible, a una enfermedad en la que no nos damos cuenta de que “el hoy es la nostalgia del mañana” (Zeena Schreck).
Del libro, rescato también su viaje a la Ciudad de México en los años setenta y su encuentro con los universitarios rebeldes y la cultura juvenil de aquellos años. Y lo rescato porque me recuerda mis viajes a la UNAM, gracias a que mi hermano Fernando estudiaba allí la carrera de Economía. ¿Cuántos testimonios podríamos recuperar de los jóvenes hidrocálidos que estudiaron en esta histórica universidad? De su experiencia, Ricardo nos comparte lo siguiente:
“El aviso positivo llegó, ya no me acuerdo por cuál vía, para que fuera a inscribirme y a presentarme a mi primera clase el 30 de abril de 1973. Había vencido a una competencia más. No me lo creía del todo. Un muchacho tan retraído como yo, egresado de un colegio privado, religioso, de una ciudad pequeña de provincia estaba iniciándose en sus estudios profesionales y asistiendo a aquellas aulas cargadas de historia”.
En este libro, Ricardo también nos narra su pasión por la música, por ello nos remite a la llamada música clásica o académica y a la ópera, pero también a los boleros y la música ranchera. En su época de juventud, además, escuchó a los españoles antifranquistas, en especial a Joan Manuel Serrat, de quien, confiesa es admirador asiduo, incluso se confiesa fanático. Y lo entiendo porque yo también formo parte de ese grupo que sabe cantar “Caminante no hay camino, sino estelas en la mar” y “Las pequeñas cosas que nos hacen llorar cuando nadie nos ve” o “Barquito de papel”, canción que a mis hermanos les recuerda cuando ponían un barco de papel en los canalitos de agua que regaban plantas y arbolitos del Jardín de San Marcos, cerca de la casa donde vivíamos.
En fin, termino diciendo que cuando uno regresa a los lugares antiguos, quizás nos damos cuenta de que no extrañábamos esos espacios, sino nuestra niñez y nuestra adolescencia (Sam Ewing). Tenemos la vida y proyectamos futuro y lo que nos recuerda Ricardo en su nuevo libro es que también es posible hacer del pasado un elemento clave y necesario para seguir atentos y optimistas en el camino. Así, entonces, la nostalgia se convierte en detonadora de vida.