Nezahualcóyotl (México), 12 jun (EFE).- Leo estuvo a punto de morir de COVID-19, pero salió adelante y ha regresado a su trabajo de paramédico con una de las misiones más complejas: rescatar a un paciente de coronavirus atrapado en una azotea.
Es un día importante para él. Tras 20 días aislado, se reincorpora en su puesto de jefe del cuerpo de rescate de Nezahualcóyotl, municipio de 1,2 millones de habitantes colindante con Ciudad de México, la zona más afectada en el país, que acumula casi 134.000 casos y 15.944 muertos.
Sus oscuros ojos desbordan ilusión al pisar el cuartel de emergencias del que fue apartado por esta enfermedad que le provocó un «dolor indescriptible».
«Yo sentía la muerte. Me puse a redactar una carta dirigida a mis hijas que nunca fue entregada, gracias a Dios. Pero la verdad se siente muy feo», cuenta a Efe. En su primer día de servicio, el primer encargo no tarda en llegar.
UNA CARRERA CONTRARRELOJ
Leo está revisando una de las tres ambulancias de cuidados intensivos que atienden a enfermos sospechosos de coronavirus cuando Gualadupe, en contacto permanente con el centro de llamadas de emergencias, lo interrumpe: «Tienen un paciente de COVID, necesitan canastilla y cuerdas». Hay que salir corriendo.
El centro de control de Nezahualcóyotl recibe cada día unos 10 encargos para trasladar a pacientes sospechosos de coronavirus a uno de los dos hospitales de la ciudad.
Esta vez, la llamada proviene de otra ambulancia que necesita ayuda. Jesús, conocido como Chucho por sus allegados, tiene fiebre, tos, respira a un 40 % de su capacidad y no puede caminar. Pero, además, vive en un humilde cobertizo en la azotea de una vecindad y no hay forma de bajarlo por las estrechas escaleras del edificio.
Leo, Guadalupe, Óscar y Adrián se trasladan al lugar en dos ambulancias para llevar las cuerdas con las que hay que bajar a Chucho.
Las ambulancias de cuidados intensivos alcanzan velocidades de hasta 90 kilómetros por hora en medio de la ciudad, puesto que tienen que llegar al lugar en siete minutos desde que reciben la alerta. Cada minuto es vital.
UN RESCATE DE PELÍCULA
Al arribar se percatan del complejo panorama. Dos compañeros están suministrando oxígeno a Chucho, quien yace en el suelo de su pequeño hogar. Tiene 32 años pero el virus no entiende de edades.
«Muchas veces no ingresamos al domicilio. Hay que verificar si se requiere equipo completo o solo cubrebocas», cuenta Leo.
En esta ocasión, no hay duda. Son seis paramédicos que entran con escafandras blancas de protección al edificio resguardado por policías.
Dentro hay que atar con cuerdas al paciente a una camilla y deslizarlo de forma completamente vertical a través de una escalera metálica de unos ocho metros que han colocado entre la azotea y el estrecho patio central del inmueble.
La logística es muy compleja y los nervios están a flor de piel. Cuatro hombres de la vecindad sin ningún tipo de protección ayudan afanados a los paramédicos a cargar a Chucho, mientras un grupo de mujeres llora en la puerta.
Cada vez son más los ojos de vecinos que se asoman a través de las ventanas para atestiguar el rescate.
Leo, que todavía sufre estragos del paso del virus por su cuerpo, se sofoca en algunos momentos. Pero el deber pesa más.
«Fue mi primer servicio y algunos compañeros decían ‘no se exponga, jefe’. Pero la verdad es que la adrenalina nos gana, tenemos que tratar de prolongar vidas», explicará después del operativo.
Uno, dos y tres. El grupo baja a Chucho, que todavía está consciente, a través de la escalera. El descenso vertical dura pocos segundos y resulta exitoso. Lo más delicado ya ha pasado.
LOS ÚLTIMOS KILÓMETROS
Algunos familiares desconsolados aprovechan que los paramédicos todavía no lo han introducido en la cápsula aislante para tocarlo y darle ánimos sin importar el posible contagio. «Chucho, te quiero ver bien». «Chucho, no nos dejes».
Suben al joven en una de las ambulancias, equipada con un desfibrilador y un respirador portátil. Óscar conduce el vehículo hacia el hospital, mientras Adrián aguarda en la parte trasera con la tía de Chucho para controlar el estado de salud del paciente y darle ánimos.
Este trayecto dura unos 15 minutos. Chucho está reaccionando bien al oxígeno que le suministran, pero no siempre es así y hay pacientes que fallecen en el camino.
«Es muy complicado ver a una persona cuando muere en tus manos porque nuestra función es prolongar vidas. Un paramédico no salva vidas, lo que tratamos es de que viva más tiempo», relata Leo.
La misión de los paramédicos concluye al entregar al paciente al hospital y desinfectar allí mismo la ambulancia. A partir de este momento, Chucho está en manos de los doctores. «Terminar una jornada así es muy cansado y emocionalmente triste», explica Adrián extenuado.
Óscar ya se ha quitado el traje de protección pero todavía resopla deshidratado por el calor y la tensión al frente del volante. Le atormenta «esa incertiumbre de que el servicio termina y no sabes si te has contagiado o no», como le pasó a su jefe.
«No cualquiera es paramédico, un paramédico da la vida por otra persona. Dan el todo por el nada y corren muchos riesgos como infectarnos», remacha Leo, quien por culpa del contagio se perdió los primeros pasos de su hija menor, de seis meses.
Con la voz quebrada desea que esa carta que le escribió, y que permanece en un cajón, jamás salga a la luz.