El Campamento estaba ubicado al lado oriente de la vía principal del ferrocarril, la que atraviesa Aguascalientes de norte a sur y de sur a norte, del lado poniente está (sigue ahí) la calle 28 de Agosto Norte.
En ese lugar estaban cientos de casas habitadas por familias rieleras. Hoy hay una arteria en esa zona, la avenida Manuel Gómez Morín.
Mis primeros años de vida fueron ahí, los trenes de carga y de pasajeros pasaban día y noche a escasos metros de las puertas de esas viviendas de madera y adobe.
La recomendación que recibíamos desde niños fue la de no tratar de ganar el paso al tren, porque no viviríamos para contarlo, o con algo de “suerte” quedaríamos sin piernas o sin brazos.
Una mañana, justo cuando iba a la primaria, mi madre y yo vimos a lo lejos, camino a la escuela, que había gente alrededor de las vías del ferrocarril.
Al llegar a ese punto, mi no santa madre se enteró que un hombre había sido arrollado por el tren y su cuerpo destrozado quedó regado entre rieles y durmientes.
Ella me tomó de la mano e hizo que viera la escena. En un punto estaba la cabeza con el cachete recargado en la grava que hay entre los durmientes. A unos metros un brazo, más allá algo de las piernas, pies descalzos y los zapatos muy lejos, una camisa ensangrentada y con trozos de piel en la tela, carne molida y huesos partidos.
Los curiosos trataban de identificar al sujeto, podría tratarse de un vecino. Nunca se supo quién era.
Después de al menos un minuto de estar viendo esos restos, me jaló de la mano y seguimos el camino a la escuela. Yo iba en silencio y ella también.
Cuando llegamos a la puerta de la escuela, se despidió y me advirtió que tuviera cuidado al regresar a casa, que me fijara muy bien al momento de cruzar las vías del ferrocarril o podría quedar como el hombre ese, el despedazado.
Mi gorda madre tenía formas muy extrañas de medio educar.
Ese día les conté a mis compañeros de clase lo que había visto. Terminé narrando al maestro la escena y dónde habían quedado las partes del hombre. Ese fue el primer cadáver que me tocó ver.
El segundo muerto que me tocó observar fue unos meses después de haber visto al primero. Hubo en El Campamento una fiesta que terminó con un pleito, el festejo fue en una casa ubicada en el callejón de uno de los dos puentes peatonales que había. Pasaban por encima del patio de maniobras y llegaban a la zona del taller.
Al calor de las copas, dos tipos se trenzaron a golpes, uno de ellos sacó una navaja y se la enterró en el abdomen a su rival. Vi todo en primera fila. Las mujeres gritaban mientras que el herido se retorcía en el piso con las manos en la panza sin poder contener la sangre. Tembló, convulsionó y se murió. Me quedé ahí hasta que llegaron los policías.
Mi no santa madre fue a buscarme, ya era noche y no regresaba a casa, además había patrullas y una ambulancia allá donde le dije que iba a ir a jugar futbol con los amigos.
Me dio un jalón de cabellos que podría jurar que me reventó las anginas. Creí que estaba enojada por lo del pleito y le dije que yo no había matado al hombre ese, después de esa frase me dio un jalón de chinos todavía más fuerte. Llegué llorando a casa.
Me sirvió un vaso con leche y me dio galletas. Y fiel a su estilo me pidió que le contara cómo estuvo eso del pleito.
El tercer muerto que me tocó ver fue unos cuantos años después. Tendría alrededor de 10 años de edad, estaba esperando a mi papá en una de las jardineras de La Estación, cuando vi que un hombre brincó la barda poniente del Taller del Ferrocarril, con tan mala suerte que tocó unos cables de alta tensión y salió expulsado varios metros hacia la calle.
Cuando mi papá bajó de las oficinas le dije que había un señor tirado en la calle, que se había caído de la barda, que hubo chispas, un ruido como de una explosión pequeña, y luego salió volando, cayó de espalda, pero ya no se levantó.
Cuando llegamos al lugar, luego de atravesar varias vías del ferrocarril, ya había otras personas ahí tratando de reanimarlo.
El hombre estaba muerto, se había electrocutado. Se preguntaban qué había pasado, mi papá volteó a verme y con una seña me dio la orden que me callara. Yo estaba a punto de narrar lo sucedido.
Nos alejamos de la escena y mi papá me preguntó por dónde se había brincado ese hombre. Le señalé el punto de la barda por el cual salió y había varias cajas metálicas y cables muy gruesos. Estaba a por lo menos seis metros de distancia de donde cayó, además la altura era considerable porque había una especie de banqueta peatonal alta y abajo la calle para los vehículos.
Esa tarde llegué contándole a mi no santa madre que ya había visto otro muerto. Me sirvió un vaso con leche y me puso galletas para que le narrara la historia.
Semanas después pusieron una cruz en ese lugar y el nombre del hombre que había muerto electrocutado.